Chapa, cama y provisionalmente, hogar

Trabajo en un nuevo edificio de oficinas en una zona que había sido industrial, que hubiera querido ser un centro financiero, rodeado de solares, descampados, almacenes con el tejado de uralita, las vías del tren semienterradas, una fábrica de ataúdes y los servicios funerarios de la ciudad. Es un edificio nuevo, firmado por un arquitecto de prestigio y pagado con caudales públicos, los que enriquecieron a una promotora inmobiliaria hoy en apuros, que vendió gato por liebre con el beneplácito del personal.

Justo frente a nuestra ventana yace un enorme solar, despoblado, yermo, que no aprovecha ni a las ratas, donde ha instalado sus reales un vagabundo. Un techo de chapa y un camastro viejo, son su casa y sus muebles. Cada mañana, arrastra el chásis de un viejo carro de la compra, carrozado con una caja de plástico que había sido recipiente de naranjas dulces y olorosas. Carga sus porquerías, el vago recuerdo de sus esperanzas y los útiles que emplea para rebuscar en la basura. Sueña con el vino barato que borre sus sueños y parte con el alma rota y errante.

Hoy se había pronosticado un día con nubes y claros, pero cae una de buena. El vestíbulo de nuestras oficinas parece el Niágara, pero ¿qué se ha hecho del vagabundo? Un vistazo al yermo ha bastado para descubrir su ausencia y vislumbrar los restos de su existencia. Un butacón abandonado, destartalado, náufrago en medio de un mar de barro, señala donde antes hubo chapa, cama y provisionalmente, hogar.

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