La famosa sentencia


Me dicen que hoy, o uno de estos días, se cumplen los diez años de la conocida como Sentencia de l'Estatut, que, a decir de sesudos comentaristas políticos y tertulianos eminentes, creó un problema de encaje y provocó la deriva independentista del procés y dos huevos duros. Pues ¿qué quieren que les diga?

No fue así, pero esa sentencia del Tribunal Constitucional es una excusa perfecta para echarle las culpas al otro. Recordemos los horrorosos años de discusión del nuevo Estatuto de Autonomía, que nadie había pedido, pero en el que se embarcaron con ansias los diputados catalanes. Unos, los convergentes, jugaron a tensar la cuerda, para provocar la ruptura del Tripartito, y otros, para simular un inexistente consenso, echaron tierra sobre el asuntillo del 3 %. ¿Se acuerdan de Maragall denunciando la corrupción y luego, presionado por Mas, pedir perdón y no volver a hablar del tema? Fue vergonzoso. 

Fue, también, un suicidio del Tripartito, con CiU echando leña al fuego de la confusión. Con la sentencia lo único que consiguieron fue volver a la plaza de Sant Jaume, donde durante un año o más siguieron pactando a destajo con el Partido Popular. ¿Inicio del procés? No. Sólo aprovecharon una oportunidad brindada en bandeja de plata para hacer mucho ruido y acabar con el Tripartito de una vez por todas. Y no la desperdiciaron.

La sentencia en sí fue, en verdad, poca cosa. ¿Alguien sabe qué se puso en cuestión? Prácticamente nadie, ni entonces ni ahora. 

Sólo un 3 % de los artículos merecieron corrección (una cifra poética). Los asuntos que tumbó el Tribunal Constitucional fueron algunas cuestiones sobre las mutuas de seguros y las cajas de ahorro gestionadas entre varias comunidades autónomas (legislación que una posterior Directiva Europea tornaría obsoleta) y el asunto del Defensor del Pueblo y el Poder Judicial, que no es baladí.

En efecto, el nuevo Estatuto pretendía que el máximo tribunal de apelación de un catalán fuera un tribunal autonómico, no uno estatal. Eso era una flagrante reducción de los derechos de los ciudadanos catalanes, que hasta entonces podían apelar a un tribunal estatal en caso de necesidad, y una merma de derechos con respecto a los demás españoles, que no perdían ese derecho. Algo parecido sucedía con el Defensor del Pueblo. Un catalán no podía acudir a él, a diferencia de cualquier otro ciudadano español, porque aquí se instauraba un cargo parecido, el Síndic de Greuges, y se prohibía apelar a un órgano superior, cosa que, insisto, sí podía hacer un español de cualquier otra comunidad autónoma. Vista así, la sentencia fue muy justa.

Y ya está. Más ruido que nueces. Si no hubiera pasado por el tribunal, era cuestión de tiempo que alguien hubiera apelado por su cuenta al Tribunal Constitucional y conseguido los mismos resultados, porque no podían ser otros. 

Pero la propaganda afirma actos de fe y cualquiera dice lo contrario. A ese punto hemos llegado.

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