He pasado unos días en la sierra de Gredos, gracias a la amabilidad de un buen amigo mío. No han sido días ociosos, porque hemos empleado el tiempo en acarrear cosas de un sitio al otro, montar cabañas en el bosque para los niños, limpiar piscinas, combatir plagas que se comen los frutales y cosas por el estilo, sin olvidar el sano ejercicio de echarse al monte y después de un buen rato descubrirse en medio de ninguna parte, o en el centro del mundo.
Han sido días magníficos. Recién amanecido, con el zumbido de las abejas libando en las jaras, el susurro de las encinas, el crujido de la hojarasca a tus pies, el píar de pájaros y la espantada de las lagartijas que te ven venir, uno, como decía, se echa al monte y se descubre en el centro del mundo. En esa condición de abandono no hay tiempo para reflexiones filosóficas, no. Es tanto lo que ver, oír, oler, tocar, que no hay más. Luego ya vendrán las preguntas. En esos momentos, uno vive en mitad de las respuestas.
Ornitólogo aficionado, mi amigo me ha ayudado a distinguir golondrinas de aviones y me ha descubierto la belleza del canto nocturno del jilguero. Yo me he esforzado por no quedarme atrás y he avistado toda clase de pájaros, que van de las grandes rapaces, águilas, aguiluchos, milanos y demás, a los buitres carroñeros, que son todo un espectáculo cuando vuelan buscando qué llevarse a la boca (al pico, quiero decir). No olvidemos las cigüeñas, los cuervos, urracas, rabilargos, lavanderas, tórtolas, gorriones, chochines, cucos, abubillas, perdices y pájaros en general, que son tantos que no me los sé. Añado otros avistamientos: ardillas, rapaces, jabalíes, corzos... En fin, un zoológico. Para la carne de ciudad como un servidor de ustedes, tanta abundancia de bichos es inaudita.
Dejé el campo y me planté en Madrid, capital del reino. Conocí los famosos atascos de los accesos a la ciudad, y los que sufre dentro de sí, pero volví a disfrutar de la hospitalidad de los madrileños. Puestos a perder toda una mañana y parte de la tarde, hasta que llegara la hora de regresar a provincias, opté por acudir al Museo del Prado. De los prados al Prado, para dar por bueno un fantástico fin de semana.
No tengo ni que decirles que el Prado es una de las mejores pinacotecas del mundo. Puede competir a pie de igualdad con cualquiera de ellas. Es simplemente impresionante. Seis horas dentro y creo que no lo vi todo; si lo vi, tuve que verlo muy deprisa. Pero me tomé su tiempo ante grandes obras maestras, que cada uno tiene sus favoritas, va por gustos y no pienso discutirles si tal es mejor que cual. Personalmente, me hace sonreír y me fascina La familia de Carlos IV de Goya, o algunos retratos de Velázquez, no precisamente los más conocidos. También, Durero. Se exponían las siete tablas recién restauradas de Rubens, El triunfo de la Eucaristía, que son una maravilla.
Lo que aplaudí a rabiar y me maravilló de veras fue la obra de Moneo, el arquitecto, en los Jerónimos. Su ampliación del Museo del Prado y en especial su claustro merecen, sin reserva ninguna, la visita y el aplauso. ¡Bravo!
De vuelta a Barcelona, me he descubierto más fresco y más alegre. En mis ratos libres, he leído a Balzac, a Salter, a Ginzburg y he corregido un manuscrito. El viaje de vuelta a las provincias, en AVE, me ha recordado que durante mi ausencia nada ha cambiado, lo que dice mucho de lo poco importante que soy y del insoportable tedio de la mediocridad que nos envuelve.
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