Una batería de artillería alemana se aproxima al frente.
Todavía son los primeros días de la Gran Guerra.
Hace cien años, Rudolf Frank sirvió en una batería de artillería de campaña, en el frente oriental, y poco después lucharía tambíén en el occidental. Frank, un soldado alemán, fue echado a los perros de la guerra y alimentó las bocas de los cañones que tanto horror sumaron a la matanza. Como tantos y tantos otros supervivientes, con una guerra tuvo más que suficiente.
Frank era alemán y había luchado por el Imperio Alemán. También era escritor, y de los buenos. El problema fue que su documento de identidad consignaba su condición de hebreo. Ah, sí, Rudolf Frank era judío y eso explica mucho de lo que sucedió después.
A finales de los años veinte y primeros de los treinta, el nacionalsocialismo subía como la espuma en Alemania. Era un partido nacionalista y racista (una redundancia) y también, en consecuencia, militarista. Frank se asustó al comprobar que los jóvenes alemanes se apuntaban a las Juventudes Hitlerianas, donde se alimentaba el belicismo y el odio. Decidió escribir La calavera del sultán Makawa pensando en ellos... en todos nosotros, a decir verdad.
Jan, el héroe de esta novela, es un muchacho polaco que acaba de cumplir 14 años cuando lo alcanza la guerra. Acaba siendo adoptado por los soldados de una batería de artillería, a los que salvará la vida varias veces. Jan, inocente en medio de la maldad más absoluta, será a todas luces un héroe y cometerá heroicidades, pero la guerra que vivirá no será la guerra victoriosa y emocionante, sino ésa sucia e informe, triste, cruel y miserable. Cualquiera con ojos en la cara sabrá ver qué mala cosa es la guerra, y cómo es de estúpida.
Imagínense el resto. Los nazis convirtieron unas elecciones al Reichstag en un plebiscito, se hicieron con una mayoría suficiente y una vez agarraron el poder, no lo soltaron. En pocos meses, la democracia en Alemania había dejado de existir y los libros de Rudolf Frank eran quemados en la plaza pública y éste, con saña. Como había dicho un alemán un siglo antes, allá donde queman libros no tardan en quemar personas. Millones fueron carbonizadas, pero Frank se refugió en Suiza, donde vivió largos años. Dejó de ser alemán y nunca volvió a pisar Alemania. Se comprende por qué.
Ediciones del Viento ha publicado La calavera del sultán Makawa traducida por Manuel Jiménez-Bravo. Su título original era Der Junge, Der Seinen Geburtstag Vergass y la traducción ha sido parcialmente subvencionada por el Goethe Institut, porque en Alemania tienen una cosa que se llama política cultural que aquí no sabemos ni qué es ni en qué consiste.
La novela es magnífica, no hay más que decir. No es un panfleto ni una perorata, narra las aventuras de un chaval en los primeros meses de la guerra y el lector sabrá dar con las conclusiones que estime oportunas. Algunas escenas son tremendas y dan mucho en qué pensar, como los carromatos de la batería pisando los muertos acumulados en una ciudad recién ocupada para poder abrirse camino hacia el frente, por ejemplo. Siempre he sostenido que las mejores novelas de guerra son las antibelicistas, porque la guerra es un asco y así tiene que ser, sin concesiones.
Si pueden, léanla, háganme caso. Es digna de ser leída y todo un acierto su publicación.
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ResponderEliminarLa Calavera del Sultan Makawa
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