Tabarnia


Para Heidegger, el Mundo era el progreso, la Ilustración, el cosmopolitismo, y por lo tanto era lo malo. La Tierra, en oposición, era la guardiana de la esencia del ser (humano). Su culto a lo ancestral, cerrado y conformador de una esencia patria se oponía radicalmente a un espíritu valiente, abierto y dispuesto a compartir porque, eso decía, en el progreso perdemos aquello que nos define esencialmente. Este argumento le iba que ni pintado para defender sus tesis nacional(social)istas y eso es lo que se dibuja cada vez más a menudo en los mapas de todo el mundo, una tensión naciente, cada vez más aguda, entre la Tierra y el Mundo.

En la ciudad se reúne el Mundo al que se opone la Tierra.

La ciudad, por definición, es a la vez motor y consecuencia del progreso, es un lugar abierto y cosmopolita, donde se reúnen personas, capitales e ideas que han de compartir un pequeño espacio, y no puede ser de otra manera. La ciudad es la encarnación del Mundo que definió Heidegger, que era más del campo, de la Tierra. 

En el Mundo.

En la Tierra.

Nacieron las ciudades como hogar de la industria, el comercio, el arte, la cultura, la ciencia... y hoy en día se señala un nuevo auge de la ciudad, semejante al que se vivió en la Edad Media y luego en la Revolución Industrial. Las ciudades ganan peso en la economía y la política y quieren gozar de más independencia frente a los gobiernos centrales y regionales. Son más dinámicas y su administración es la más próxima al ciudadano. Tanto si cree en el Estado del Bienestar (como es mi caso) como si prefiere el liberalismo económico, la ciudad tendría que disponer de más poderes.

En los países más desarrollados de la Unión Europea, el presupuesto público se reparte más o menos así: un 40% para el Estado, un 20% para los gobiernos regionales, un 40% para las ciudades. En España, en cambio, el presupuesto para las ciudades es apenas del 20%, contra un 40% para el Estado y otro tanto para las Comunidades Autónomas, y eso crea tensiones. Las crea especialmente en Madrid y Barcelona, las dos grandes urbes españolas. Sevilla, Bilbao o Valencia, aunque son núcleos urbanos importantes, no tienen la masa crítica suficiente, pero sí que podrían compartir algunas reivindicaciones de esas dos grandes zonas metropolitanas.

El caso de Madrid está mejor resuelto porque está, por un lado, el Ayuntamiento de Madrid y por el otro, una Comunidad Autónoma uniprovincial. Dejando a un lado el área metropolitana madrileña, el resto de la provincia apenas tiene peso demográfico, social o económico, por lo que un gobierno regional es el gobierno de una gran ciudad y sus alrededores. Dista mucho de ser la solución perfecta, pero es un buen punto de partida. 

En Barcelona, en cambio, la Comunidad Autónoma (Cataluña) ahoga a la zona metropolitana de Barcelona, que suma alrededor de cinco millones de habitantes (más de 1.700.000 en Barcelona ciudad y el resto a su alrededor, a los que sumar la zona costera hasta más o menos Tarragona, que también dependen de ella). Cuando el alcalde Maragall quiso crear un gobierno metropolitano de Barcelona, para gestionar el Mundo de esta gran urbe, el corrupto presidente Pujol puso por delante la Tierra e hizo todo lo posible para impedirlo. De ese intento sólo subsiste el Área Metropolitana de Barcelona (formada por 25 municipios) que gestiona algunos servicios públicos básicos (el agua y el alcantarillado, por ejemplo) y el transporte público. 

La consecuencia de todo ello es que el voto metropolitano vale menos que el voto del territori (en catalán, del territori quiere decir, eufemísticamente, de pueblo, o, en heideggeriano, de la Tierra); que la metrópoli barcelonesa genera bastante más del 80% de la riqueza del país y recibe menos del 60% de la inversión pública (el resto de Cataluña tiene superávit fiscal); que la situación se eterniza porque los partidos en el poder (nacionalistas, de la Tierra) no obtendrían el mismo rédito electoral si un voto del Mundo (Barcelona) valiera lo que un voto de la Tierra (el territori); etc. Así que Barcelona vive ahogada y no puede dar más de sí porque no le dejan, y esto es un hecho objetivo.

Repito: Esta situación se da en otras grandes ciudades europeas y americanas, pero también asiáticas o africanas. Las ciudades quieren más poder e independencia porque se ven sujetas a una rémora, la Tierra, que no las permite avanzar y progresar lo suficiente. Véase, sin ir más lejos, lo sucedido en Londres en relación con el Brexit.

La solicitud de hacer de Tabarnia una nueva Comunidad Autónoma ha conseguido casi 200.000 firmas en menos de seis días. Poca broma.

Hace unos años, en plan de broma, alguien propuso independizar Barcelona (la zona metropolitana) del territori, de la Tierra, de Cataluña, del resto, y bautizó Tabarnia al Mundo en Cataluña. A mí me hubiera gustado más Cataluña Oriental, pero Tabarnia ha caído en gracia.

La guasa empleaba exactamente los mismos argumentos que empleaban los independentistas catalanes y la verdad es que si una cosa vale para un caso, vale para el otro. Lo que entonces quedó como una anécdota (que comenté en su día en El cuaderno de Luis, hace un par de años) hoy molesta, y mucho, al independentismo. Su reacción ante la broma ha sido tan visceral que no ha hecho más que extenderla como una mancha de aceite, y más se extiende la idea de Tabarnia, más duele. 

Duele porque es poner a los amarillos ante el espejo de una realidad que niegan persistentemente. La primera, que todos y cada uno de sus argumentos a favor de la independencia de Cataluña valen lo mismo para la separación de Tabarnia de Cataluña. Porque si un argumento es válido para que una parte de la sociedad rompa el contrato social que la une con la otra parte en un Estado social, democrático y de derecho (como es el caso), el mismo argumento tiene que ser válido para que una parte de esa parte pueda también romper con ésta, y así ad infinitum. De hecho, la Ley de la Claridad del Canadá va por aquí, léanla, y por eso no gusta nada a los amarillos.

La segunda realidad es que pone en evidencia que Cataluña no es un solo pueblo apegado a la Tierra, à la Heidegger, sino que existe una parte importante de ese pueblo más aficionada al Mundo. Existen dos millones de catalanes apegados a la Tierra con la cerrazón heideggeriana y el resto, a su bola; un pueblo en amarillo y otro, multicolor. Ésa es la realidad con la que tienen que vivir... y no es la verdad en la que creen. No es un pueblo, una república y un presidente, sino algo más y mejor, afortunadamente. Pero, ay, entre la Tierra y el Mundo se abre el abismo de la estupidez.

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