El veto a los paracaídas


Una muestra de popovismo hispano asegura que el primer paracaídista de la historia fue un cordobés, en los años del Califato. En fulano, Abbás Ibn Fimás, saltó desde lo alto de un peñasco en el año 852 y se pegó un tortazo de Padre y Señor mío, sobreviviendo de milagro. Algo parecido sucedió a los demás que se han hecho llamar inventores del paracaídas. Hasta que un francés, André Jacques Garnerin, en 1797, saltó de una montgolfiera sobre París, 350 metros de arriba abajo, y resultó ileso. Todo ante testigos. Se hizo famoso con sus saltos. Una vez, saltó desde más de 2.400 metros sobre Londres. Su mujer, Genevieve Labrosse, fue la primera mujer paracaídista en 1798 y su sobrina, Elisa, años más tarde, saltaría más de cuarenta veces desde un globo, todo un fenómeno. 

El invento de Garnerin fue perfeccionado y en 1914 los paracaídas eran... Eran razonablemente seguros, vamos a decirlo así. Pero también eran aparatosos, pesados. Los modelos disponibles en aquella época no cabían en los frágiles aeroplanos que volaban justo cuando estalló la Gran Guerra. Si cabían, molestaban. Ocupaban demasiado y el peso añadido impedía alcanzar la máxima altura, velocidad o maniobrabilidad del aparato, decían los ingenieros (y muchos pilotos). Otra cosa eran los globos de observación.

La cesta de un globo de observación francés.
Esa especie de bolsa de tela a la derecha, colgando de la cesta, es el paracaídas.

Desde que los franceses emplearon montgolfieras en las Guerras de la Revolución, los globos servían para observar al enemigo y, con el desarrollo de grandes piezas de artillería, para dirigir la puntería de éstas. Todo muy bien hasta que se inventaron los aeroplanos y a algún gracioso se le ocurrió armarlos con ametralladoras. 

Saltando desde la cesta de un globo.
El cono que cuelga de la cesta esconde el paracaídas.
Se supone que se abrirá.

Los globos de observación militares de la Gran Guerra estaban llenos de hidrógeno, altamente inflamable, y se veían de lejos. A la que se elevaba un globo de observación en el campo de batalla, se le echaban encima los aeroplanos enemigos, con malas y aviesas intenciones, y acudían de todas partes, como las moscas a un panal de rica miel. El intrépido navegante solía acabar malamente, cayendo de arriba abajo, y no es de extrañar que los tripulantes de los globos de observación fueran los primeros en llevar consigo un paracaídas... de 1914. En aquellos tiempos, eso no garantizaba una segura supervivencia: los paracaídas no se abrían, se rompían, si uno saltaba tarde, se incendiaban, incluso un buen salto podía quedar arruinado cuando se te caía encima la cesta y los restos del globo envueltos en llamas. Pero mejor eso que nada, ¿no?

Pero los pilotos de aeroplano... Ésos, no; ésos iban a pelo, sin paracaídas. Los inventores intentaban, por todos los medios, diseñar paracaídas más pequeños, ligeros y seguros, que pudieran ir en un avión de la época, pero se encontraron con la más férrea oposición de los oficiales al mando de las fuerzas aéreas. Primero, lo de siempre, que el paracaídas molesta, que es un engorro, que pesa demasiado... Como los nuevos diseños vencían estas dificultades iniciales, se buscaron otras excusas.

Los Imperios Centrales (Alemania y Austria-Hungría) apelaban al valor y la hombría de sus aeronautas. Si les damos una oportunidad para que salten y salven su vida, saltarán a la primera de cambio y la cobardía ganará fácilmente la partida, decían. Mejor preservar el valor, el honor, la hombría y todas esas cosas que te acaban matando. Los franceses pensaban más o menos lo mismo. Los británicos del Real Cuerpo Aéreo añadieron un matiz a semejante excusa. Cito una reflexión del Gabinete Aéreo acerca del posible uso del paracaídas, fechada en 1918:

Este Gabinete sostiene que la presencia de semejante aparato [el paracaídas] podría perjudicar al espíritu combativo de los pilotos y los empujaría a abandonar unos aeroplanos que, de otro modo, podrían regresar a la base para ser reparados.

Este argumento económico tenía poca validez cuando uno se encontraba cayendo en barrena en un aeroplano en llamas y tenía que decidir entre saltar al vacío, morir abrasado o pegarse un tiro con la pistola de reglamento, que para otra cosa no servía. En una situación tan trágica, tampoco sirve de gran cosa saber que uno ha combatido honorable y valientemente, ya ves, si al final la diñas.

Una imagen espeluznante. Un choque de dos aeroplanos en pleno combate.
Era un accidente relativamente frecuente.

Los testimonios de los pilotos de esa época reflejan claramente el horror y la tensión de las misiones de combate, la certeza de la muerte. Saber que podías matarte sin remedio no ayudaba en nada a la moral de los pilotos. Tampoco la oposición de los altos mandos militares al uso del paracaídas. 

Un piloto alemán poco después de haber aterrizado en paracaídas.

A mediados de 1918, los paracaídas ya podían subirse a un aeroplano sin demasiadas molestias, pero eso no cambió la postura de los franceses, británicos o italianos. Los alemanes y los austro-húngaros, en cambio, habían descubierto que los pilotos no salen de debajo de las piedras y que era más fácil fabricar un aeroplano que entrenar a un piloto decente. Así que adoptaron el paracaídas Heinicke (así lo apodaron). En agosto de 1918, se produjo el primer (y afortunado) salto en paracaídas del piloto de un avión derribado. Max Bauer, del Jasta 23, saltó de su aeroplano, que caía envuelto en llamas. Unos meses atrás, el oficial Bauer habría muerto de muy mala manera, pero esa vez sólo se llevo un susto morrocotudo.

No siempre un paracaídas te salva del apuro.
Este piloto, aunque casi se mata, salvó su vida.

Todos los argumentos del honor, la hombría, el valor, etcétera, quedaron en ridículo cuando se comprobó que el uso de los paracaídas mejoró la moral de los pilotos y los empujó a realizar hazañas más arriesgadas y memorables. Ahora subían a un avión con un atisbo de esperanza, pues la muerte en combate ya no era tan segura. Bastante segura, sí, pero no como antes. Incluso grandes ases de caza de la época emplearon el paracaídas y vivieron para contarlo... y para derribar a más enemigos. 

Entre agosto y noviembre de 1918, saltaron en paracaídas 43 pilotos; cuarenta eran alemanes y los otros tres, austro-húngaros; murieron doce, siete sufrieron heridas de diversa consideración en su caída; de estos últimos, dos fueron hechos prisioneros, a los que sumar otros dos que aterrizaron bien, pero en territorio enemigo. Los tres austro-húngaros saltaron sin hacerse daño, por si les interesa saberlo.

Las muertes en el salto fueron horribles: a uno se le enganchó el paracaídas en el timón de cola y murió arrastrado en la caída por su aeroplano; algunos paracaídas se quemaron y otros no se abrieron, o se rasgaron... Uno de los paracaidistas, Max Schnell, del Jasta 58, aterrizó sobre el tejado de una casa, indemne, y se mató al caer del tejado, el 28 de octubre de 1918, lo que añade a la tragedia un tanto de comedia (macabra). Pero tres de cada cuatro pilotos que emplearon el paracaídas salvaron su vida.

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