Cosas del oficio de lector


El otro día pasé por la librería Malpaso (en el cruce entre las calles Girona y Diputació), donde trabaja una amiga, y me llevé dos alegrías a casa, o tres, si contamos el libro que compré. La primera, un regalo a mi vanidad: mi amiga me pidió que le firmara y dedicara un ejemplar de mi libro, cosa que hice con sumo placer, porque a nadie le amarga un dulce. La segunda, que me presentaron a Patricia Escalona, editora de Malpaso, que estaba por ahí de casualidad o algo parecido. A juzgar por los libros que publica, su trabajo es excelente. 

"Patricia, te presento a Luis", dijo mi amiga. "Es escritor", añadió. En un arranque de falsa modestia (hipócrita que es uno), dije que no había para tanto, que era escritor, lector, lo que fuera. Lector... "Ya sé lo que es eso", me dijo Patricia, muy simpática. "Todo el mundo me dice: ¡Qué guay! ¡Tu trabajo es leer! ¡Y no saben lo que es eso! ¡Ay, si lo supieran...!" Como se me escapó una sonrisa, añadió: "Ya sabes de qué hablo, ¿verdad?".


Sí, ya sabía de qué me estaba hablando. No es tarea fácil ni agradecida tener que leer cientos y cientos de páginas que, simplemente, no pueden publicarse. ¿Por qué? Porque son malas. De hecho, los manuscritos se dividen en tres grandes categorías: los malos, los muy malos y los peores. De vez en cuando surgen cosas excepcionales. Algunos son tan extraordinariamente malos o inverosímiles, extraños, que algunas editoriales (doy fe) los guardan como oro en paño, en una especie de museo de los horrores. La visión de esas monstruosidades es fuente tanto de risa como de espanto, y uno tiene que remontarse a los gabinetes de curiosidades del siglo XIX para encontrar algo semejante. 

También surge, es cierto, algún manuscrito publicable. Incluso alguno entretenido, interesante, hasta bueno. En esos casos, el lector, apabullado por semejante descubrimiento y novedad, celebra el evento exagerando las virtudes de lo que ha leído, porque sabe que ese manuscrito todavía tiene por delante una dura prueba, que sólo superan uno de cada diez candidatos. Así y todo, si conoce a un lector profesional quizá lo descubra un día sonriendo en una librería. Éste lo leí yo, susurrará, señalando a un libro, casi como si se tratara del mismísimo autor.


En mi caso, combino la escritura con la lectura. No me considero un buen autor, pero intento mejorar en cada frase y me gusta aprender y sufrir. Cada libro que leo (y cada manuscrito) me enseña nuevos caminos que merecen explorarse (o evitarse). Brunelleschi, el genial arquitecto, pasó muchos años en Roma estudiando edificios mal construidos, que habían colapsado bajo su propio peso, y extrajo de ellos valiosísimas lecciones que le valieron para levantar la cúpula de la catedral de Florencia. Algo parecido hago yo, aunque no creo que vaya a levantar algo tan grande, ni de lejos.

Decía que combinaba escritura con lectura porque conozco los dos extremos. Sé la de horas e ilusiones que ha invertido el infeliz que ha escrito el manuscrito que estoy leyendo ahora. Cuanto más malo, malísimo o peor es, peor me siento yo. Primero, por leerlo, claro, porque hay momentos en que te preguntas por qué el autor no se dedicaba a la papiroflexia en vez de a la escritura. ¿Quién le habrá metido en la cabeza que vale para escribir? Algunas páginas merecen palabrotas dichas en voz alta. Pero en segundo lugar, ahí quería ir, es imposible no pensar en tantas ilusiones y tantos trabajos como ha puesto el autor. ¿Cuántas horas habrá invertido en escribir algo... tan malo? ¿No ha leído lo que ha escrito o lo ha leído y cree que está la mar de bien? ¿Cree realmente que merece ser publicado, que tiene alguna oportunidad? ¿Lo cree sinceramente? 

Me irrito más de una vez y más de dos, y algún día me he puesto de un humor de perros enfrentándome a un manuscrito horrible que me veía forzado a leer. Pero (casi) siempre no me da por ahí. Será porque suelo ponerme en el lugar del autor. Entonces... Pobre... ¡Me da una pena...! Mientras escribo un demoledor informe de lectura, no dejo de pensar en esta íntima y particular tragedia, no lo puedo evitar.


Luego imagino lo que dirán de lo que yo he escrito. Imagino que nada bueno. Yo me pondría las botas en un informe de lectura contra mí mismo, estoy seguro. Imagino a otro lector acordándose de mí, con ganas de enviarme de cabeza al infierno de los escritores frustrados. Por eso, quizá por eso, se da esa suerte de complicidad que lamenta tener que redactar un informe de lectura honesto, que condene el manuscrito a la papelera. Pero uno es un profesional y a la que se pone ante el informe, la simpatía la deja en un aparte y se convierte en un verdugo implacable. Si un manuscrito es malo, es malo, y ahí van mis argumentos. A veces, después de haber enviado el informe, tengo un leve remordimiento... que se me pasa en seguida, no vayamos a exagerar.

Por eso sonreí cuando Patricia observó que yo ya sabía de qué estaba hablando. ¡Vaya si lo sé...! ¿Te pagan por leer? ¡Qué guay!, dicen.

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