Montaigne



Uno de los autores que suele proporcionarme buenas lecturas es Stefan Zweig. Pronunciar su apellido podrá parecer complicado, pero sus libros se leen estupendamente bien. Cualquier aficionado a la (buena) lectura habrá disfrutado con ellos. Los más flojos (haylos) son buenos, sí, aunque no puedan compararse ni de lejos con los de otro de mis autores favoritos, Roth (Joseph, no el otro). Los mejores son apasionantes y uno aplaude no sólo hacia el final, sino también en medio. Entre éstos, siempre recomiendo las biografías de Fouché o María Antonieta y la breve, pero deslumbrante, crónica de Castiello contra Calvino. ¡Pero hay muchas más! Estos días he leído la de Montaigne.

Montaigne es otro de esos autores que hay que leer. Inventó la palabra ensayo y sus Essais son un monumento literario y filosófico (entendiendo la filosofía con la generosidad debida y merecida). Digan lo que digan los eruditos, que son todos unos pesados, la mayoría también se leen estupendamente bien y dan mucho material para pensar y reflexionar sobre uno mismo y lo demás. Pero, eso se entiende, lo que cuesta es llegar a esos Ensayos, porque una vez llega uno sobran los doctos y pedantes discursos del sabio del prólogo... los mismos, por cierto, que consiguen que no nos acerquemos a Montaigne.

El gran mérito de Zweig es que nos abre el apetito de Montaigne sin asomo de pedantería. ¡Todo lo contrario! Deja uno el Montaigne sobre la mesa y corre a buscar los Ensayos, a ver dónde los dejó la última vez. Sin decir más, decimos mucho del genio de Zweig y de su brillante manera de describir el alma de un personaje. 

Los que comentan el Montaigne de Zweig dicen que cae en algún error porque no pudo consultar todas las fuentes. ¡Qué más da! Zweig nunca perseguía el rigor académico, sino el psicológico (eso decía él, las palabras son suyas). Además, estaba exiliado en Brasil, había comenzado la Segunda Guerra Mundial y poco después se suicidaría, incapaz de soportar el triunfo de la barbarie ante sus ojos. El Montaigne de Zweig quedó inédito e inacabado. Le faltaba un pulido por aquí, un pulido por allá... Poca cosa. Tan poca que, tal y como está, se lee tan ricamente y es magnífico.

¿Lo recomiendo? ¡No lo voy a recomendar! Léanlo y aprendan, o léanlo y disfruten, a discreción.

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