Es una historia verídica, que conozco de primera mano, pero tengo que censurar algunas de las partes para evitar comprometer a determinadas personas y entidades. Sin embargo, aunque los protagonistas acaben siendo anónimos, la historia no se resiente por ello.
Comenzó todo el día que las oficinas centrales de un Departamento (Consejería) de la Generalidad de Cataluña ocuparon lo que había sido un almacén industrial en el centro de Barcelona. Se gastaron un pastón arreglando el edificio de arriba abajo, pero sólo consiguieron un ambiente opresivo para los empleados públicos. Las razones eran evidentes: los techos eran tan bajos que incumplían la normativa de seguridad e higiene en el trabajo; si uno levantaba los brazos tocaba el techo; prácticamente no había iluminación natural, ni directa ni indirecta; la iluminación artificial era deficiente; el sistema de calefacción parecía el túnel de secado de un lavacoches; el sistema de aire acondicionado tenía dos posiciones, congelado o asado; la ventilación era ruidosa e ineficiente... Las bombas de calor se apiñaban en el techo, en perfecto desorden, se descacharraban solas, gastaban lo propio y más y no servían para nada más que para gastar electricidad. Una maravilla.
El conseller, que era un recién llegado, ocupó el ático y lo reformó a base de bien. Espacios amplios, bien amueblados con madera y cuero, amplios ventanales, una terraza inmensa, la cafetera ésa de las capsulitas... Lo primero que dijo fue que quería un sistema de climatización independiente del que empleaba la tropa a sus pies, en los pisos inferiores, pues él quería estar fresquito en verano y calentito en invierno y no respirar los efluvios oficinescos del común.
Así se hizo. Como el ático se freía al sol y disponía de tantos ventanales, el equipo de climatización del conseller sumaba casi tanta potencia como el equipo de climatización de sus huestes. Todo a punto, mi conseller, ya puede usted ocupar las nuevas oficinas dispuestas para su disfrute y solaz.
A poco de instalarse el conseller en su nueva oficina, corrió la voz. Si uno quería congelarse, no había más que subir a verlo. El séquito del conseller gastaba jerseys y bufandas en plena canícula. Como era verano y el conseller un tipo caluroso, creyeron que era una de sus excentricidades (que no eran pocas). Pero llegó el invierno y el frío continuó, o se acentuó. Cuando la gripe diezmó al séquito del conseller, saltó la alarma.
¡Este trasto no funciona!, gritó el conseller, y se le oyó desde el otro lado de la bufanda. Pues la bomba de calor va a la máxima potencia, le respondían los jefes de mantenimiento, que no entendían nada. El drama continuó cuando cambiaron la bomba de calor por otra más potente, y ésta por otra, pero sin resultado alguno. Seguía haciendo frío, un frío de tres pares de narices, de ésos que te dejan las orejas azules.
Al final, fue un auxiliar administrativo quien, mientras incubaba una pulmonía, descubrió el porqué de la cámara de congelación. Alguien había instalado una fotocopiadora al lado del sensor de temperatura. El aire caliente de la fotocopiadora (que está a unos cincuenta grados centígrados) caía justo encima del sensor. El sensor leía 50 ºC y le decía al termostato que el conseller estaba asándose vivo en su despacho. El termostato, vista la emergencia, ordenaba a la bomba de calor que echara adentro todo el frío que pudiera producir; todo, y algo más. Por eso, el conseller, sus asesores, servidores y secuaces vivían en una cámara de congelación durante todo el día.
Cambiaron la fotocopiadora de sitio el día que hubo una crisis de gobierno y el conseller abandonó el cargo. ¡También es mala suerte...!
Ése no es el final de la historia. Días después, con el nuevo conseller recién instalado, volvieron a cambiar el sistema de aire acondicionado porque el anterior no funcionaba correctamente. Y ahora, sí. Fin.
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