La cucaracha


Comí el otro día en un restaurante donde abundan, en otras mesas, personas de la vida pública y semipública, gente de corbata y opinión rimbombante, en su mayor parte tertulianos de televisiones autonómicas, directores de oficina bancaria, ejecutivos de pacotilla y directores generales de algún ente público. Les une creerse gran cosa y compartir sitios y lugares, donde se dan importancia los unos a los otros. 

Un sitio como ése, donde sirven menús de mal comer, poca sustancia, precocinados, a poder ser en platos grandes, a precios que el común sólo se permite algún que otro día de fiesta, un sitio como ése, decía, les va de perlas. Con el cuento de que están comiendo de menú y no echan mano de la carta, los formadores de opinión (sic) se creen con derecho a ser la voz del público y los cargos públicos o semipúblicos pueden pavonearse de su presunta cercanía a los problemas de la gente... de la gente que ellos conocen, no vayan a confundirse. Estos días, tales problemas son banalidades sobre la Cerdaña o la Costa Brava que no interesan a nadie.

En ese sitio estaba yo, ya me ven. Fuera de lugar y hambriento. ¿Qué? Está bueno, ¿eh? Aquí la comida es una maravilla, me insistían, y yo, dentro de mí, pensando que era una mierda, pero disimulando. ¿Cuánto tendré que pagar por esto?, me preguntaba escandalizado. En ésas, llegaron a mis oídos unos pasitos, como de tacón fino. Tac tac tac tac... sonaban.

Imagen de archivo de Gregor Samsa.

Alcé la cabeza y descubrí una cucaracha prodigiosa cruzando el piso, una cucaracha que parecía un autobús, camino de la cocina. Tac tac tac... hacían sus patitas al caminar. Estuve a punto de preguntarle si no era Gregor Samsa, para pedirle un autógrafo. No parecía apurada, sino acostumbrada al camino, y tan gorda como bien alimentada parecía acudir a un lugar de reunión o trabajo. Tac tac tac tac... Atravesó el comedor, se metió en la cocina y era tal la familiaridad del bicho que lo supongo saludando al entrar. Desapareció de mi vista, dejando a su paso el recuerdo de su lustrosa presencia.

Miré a mi alrededor. Ahí estaban, lustrosos también, esos tontos de pacotilla, zampándose el mismo menú que el contubernio de cucarachas del local. También saludan al entrar y atraviesan el comedor con el mismo ruido de pasos, la misma parsimonia, esa familiaridad y esa superioridad que les da creerse la mejor cucaracha del lugar.

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