El capitán


Willi Herold, en 1943, con 18 años.

En los primeros días de abril de 1945, el soldado paracaidista Willi Herold se separa de su unidad y se encuentra perdido en la retaguardia. Son los últimos días del Tercer Reich, reina el caos y la locura homicida. Herold, que puede ser capturado y fusilado o ahorcado por desertor en cualquier momento, se encuentra un automóvil abandonado y en ese automóvil, un uniforme de capitán de la Luftwaffe (la fuerza aérea nazi), profusamente condecorado. 

Herold se viste con el uniforme y a partir de ese momento se hará pasar por el capitán Herold, enviado especial del mismísimo Führer... sin documentación alguna que lo acredite. A pesar de ello, llegará a reunir una tropa de unos ochenta hombres, en su mayoría soldados separados de sus unidades que se unirán al Comando Herold. Cometerán toda clase de atrocidades en la retaguardia, hasta que Herold será capturado por los mismos alemanes y condenado. Escapará y un año más tarde, capturado ahora por los ingleses, el verdugo de Emsland (así se le conoce) será guillotinado, después de ser juzgado y condenado a muerte por crímenes de guerra. En su haber, más de 125 ejecuciones, entre las que contar alrededor de un centenar de soldados alemanes acusados de deserción recluidos en el campo de prisioneros de Aschendorfermoor, a mediados de abril de 1945.

Se trata de una historia real, tan sorprendente como espantosa. Herold había luchado en Italia, en Salerno, en Montecassino, era un soldado condecorado que se había negado a servir en el ejército y que había sido expulsado de las Juventudes Hitlerianas por indisciplinado, pero algo en su interior dejó la puerta abierta al monstruo que llevamos dentro. En un terreno abonado a la barbarie como la Alemania nazi de los últimos momentos, el monstruo se creció y se mostró en todo su tamaño. El de Herold no fue el único caso, pero sí uno de los más llamativos.


La película El capitán (Der Hauptmann, de Robert Schwentke, 2017) nos cuenta esta historia a su manera. Filmada en un soberbio blanco y negro, nos plantea el dilema del origen del mal, de su aceptación, de nuestra rendición ante el mismo. Quizá la película pierda fuelle hacia el final, pero el conjunto no desmerece. En ocasiones, el absurdo es tal que casi podría considerarse humorístico, si no fuera tan trágico y perverso. Porque, en efecto, seremos capaces de justificar las primeras acciones de Herold, pero ¿cuándo nos daremos cuenta de que ya hace tiempo que nos llevamos arrastrando por el lodo de la maldad?



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