¿Qué sería de El Tercer Hombre sin alcantarillas? Por no hablar del fabuloso refugio del fantasma de la Ópera, de los túneles que cavaron algunos cómplices del profesor Moriarty en La Liga de los Pelirrojos, de los paseos de Peppo y el Conde de Montecristo por las catacumbas de Roma... Y ya que hablamos de Roma, recordemos que no habría llegado a ninguna parte sin la Cloaca Máxima, que inicia su recorrido a pocos pasos del Umbilicus Mundi, el sacro y veneradísimo centro del mundo. Etcétera. ¡Qué fascinante es el mundo del alcantarillado, el mundo oculto y subterráneo bajo nuestros pies!
Hace unos años, el Ayuntamiento de Barcelona tuvo la feliz idea de abrir un Museo del Alcantarillado. Se pretendía que uno pudiera visitar las grandes cloacas barcelonesas, los lagos subterráneos, los canales, las bóvedas, el mundo cavernícola, oscuro y misterioso que acoge la lluvia que escupe el asfalto, y la mierda que echamos por el váter. Pero tan pronto se abrió el museo, se cerró. Del olvidado museo queda la entrada al submundo, abandonada. Se alza donde el paseo de San Juan se cruza con la avenida Diagonal.
Esta construcción tiene algo de Mies van der Rohe, por aquello del cristal, el acero y la piedra noble, pero más de parada de metro fuera de servicio. Cristal y metal se apagaron hace tiempo. Las losas de mármol se caen solas, con sólo mirarlas. El letrero que fue otrora dorado y brillante, orgulloso, ha perdido el color. Entre restos de pegatinas se lee apenas Museu del Clavegueram, el que fue nombre de la institución. Apurando la vista, se distingue el tornillo, la puerta de los infiernos, y una laguna Estigia de meados de gato y goteras. A la derecha, el mostrador donde Caronte, en vez de llevarte en barca de aquí para allá, te entregaba un pase de visita y unos folletos, si uno pagaba lo estipulado, como es de recibo.
No queda nada, digo, que no sea el olvido, el peor de los infiernos. Aunque quizá quede Virgilio en alguna parte, esperando visita.
Hace unos años, el Ayuntamiento de Barcelona tuvo la feliz idea de abrir un Museo del Alcantarillado. Se pretendía que uno pudiera visitar las grandes cloacas barcelonesas, los lagos subterráneos, los canales, las bóvedas, el mundo cavernícola, oscuro y misterioso que acoge la lluvia que escupe el asfalto, y la mierda que echamos por el váter. Pero tan pronto se abrió el museo, se cerró. Del olvidado museo queda la entrada al submundo, abandonada. Se alza donde el paseo de San Juan se cruza con la avenida Diagonal.
Esta construcción tiene algo de Mies van der Rohe, por aquello del cristal, el acero y la piedra noble, pero más de parada de metro fuera de servicio. Cristal y metal se apagaron hace tiempo. Las losas de mármol se caen solas, con sólo mirarlas. El letrero que fue otrora dorado y brillante, orgulloso, ha perdido el color. Entre restos de pegatinas se lee apenas Museu del Clavegueram, el que fue nombre de la institución. Apurando la vista, se distingue el tornillo, la puerta de los infiernos, y una laguna Estigia de meados de gato y goteras. A la derecha, el mostrador donde Caronte, en vez de llevarte en barca de aquí para allá, te entregaba un pase de visita y unos folletos, si uno pagaba lo estipulado, como es de recibo.
No queda nada, digo, que no sea el olvido, el peor de los infiernos. Aunque quizá quede Virgilio en alguna parte, esperando visita.
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