Como ya he dicho, el sobrino de Napoleón (el de verdad) se presentó a las elecciones... ¡y ganó!
Parte de su éxito se debió a que se hacía llamar Napoleón Bonaparte, no Carlos Luis Napoleón Bonaparte. También se presentó como adalid del catolicismo conservador, lo que le valió el apoyo de la Iglesia y los franceses más conservadores. Prometía una Francia de nuevo grande y temible, y los militares aplaudieron la idea. Además, añadía a su ideología un liberalismo burgués conservador, un poco de socialismo utópico de pacotilla, mucho romanticismo nacional y una caradura impresionante. Una mezcla extraña, que dió buen resultado.
Carlos Luis Napoleón Bonaparte con cara de pocos amigos y la Legión de Honor.
Arrasó. Cinco millones y medio de votos, ahí es nada. El voto del campesino francés fue decisivo. Cuentan que el nombre de Bonaparte les era tan conocido como desconocido el de los demás candidatos y puestos a votar...
Pronto se enfrentó a la Asamblea Nacional. Tanta revolución, tanta barricada, y los diputados de la Asamblea Nacional resultaron ser en su mayoría de derechas monárquicos (¡!). No tardó en manifestarse contraria al sufragio universal, que suprimió a la primera oportunidad. El nuevo Napoleón se aprovechó de las circunstancias y se convirtió en un adalid contra la tiranía (sic) de la Asamblea Nacional. Pero no nos engañemos, defendía el sufragio universal porque el voto del campesino le otorgaba la victoria en las urnas, y ésa la necesitaba para afianzarse en el poder. También defendía un régimen más presidencialista, poder repetir como presidente y además, un mandato presidencial más largo.
Hubo un tira y afloja constante entre el presidente y los diputados, pero ninguno percibió el peligro que suponía Bonaparte y éste tuvo tiempo para preparar un golpe de Estado sin que nadie se entrometiera en sus asuntos.
Carlos Luis Napoleón Bonaparte como recién proclamado Napoleón III.
El 2 de diciembre de 1851, da el golpe. El ejército toma París. Detienen a los diputados que pueden encontrar. La policía persigue a cualquiera que se oponga al alzamiento. El presidente se presenta como defensor de la democracia frente a la Asamblea Nacional. Promete devolver el sufragio universal a los franceses, pero lo cierto es que se impone por la fuerza, aplica una férrea censura y se vale de la policía para reprimir cualquier queja. La cárcel, el exilio y algún que otro pelotón de fusilamiento ponen orden en las calles y las barricadas que se alzan, al fin, duran menos que nada.
Aquí, con ropas civiles, pero con la corona cerquita.
Un plebiscito lo aclama dos meses después. Su reforma constitucional promete un mandato presidencial de diez años, pero en diez meses ya ha nacido el Segundo Imperio y el presidente se hace proclamar (ahí es nada) Napoleón III. Lo que viene después meterá a Francia en Suez, Crimea, Méjico, Ecuador, Italia y finalmente, trágicamente, en una guerra que acabará en derrota y hará caer el régimen, la franco-prusiana de 1870, que se originó por un quítate, que voy yo, en una pelea por ver quién podría ser rey de España (sic). Sin esta derrota de Francia, sin lo que implicó el triunfo indiscutible de la Prusia de Bismark, cuesta explicar la Gran Guerra de 1914.
Pero no vayamos tan deprisa.
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