Un palabro es una palabra mal dicha o estrambótica. Pues, atención con el palabro. Se ha puesto de moda hablar de la desafección en política, al menos en casa. Según la Real Academia de la Lengua, desafección significa mala voluntad. Pero si uno de nuestros políticos dice desafección quiere decir desapego, que es falta de afición o interés, alejamiento, desvío, no desafección.
Contemplen la diferencia entre desafección y desapego. Si hubiera desafección, correría la sangre. Imagínense un político ante un público desafecto. ¡Qué mal lo pasaría! Con suerte, sólo sería increpado con violencia. La gente desafectada iría a por él, a por todas, y no sería agradable. La clase política tendría que esforzarse mucho, mucho, para superar una desafección del público. Para entendernos, el público sentía desafección por el Antiguo Régimen cuando asaltó la Bastilla, no desapego.
No, no sufrimos desafección, sino desapego. Imagínense un público desinteresado que se las ve con un político: cambia de canal. Porque ¿qué nos va a contar? Nada que tenga que ver conmigo, nada interesante. Sus palabras sonarán a hueco. Hoy, un político es un pelma, un personaje que vive en un mundo aparte del mío. Es un ruido de fondo, un incordio, ese invitado a la boda que nadie conoce y que nadie quiere tener en su mesa.
Sin embargo, exclama el político, qué mejor que el desapego del público: nos libera de dar explicaciones y rendir cuentas, nos permite actuar a discreción, atender a nuestros propios intereses y asegurar una estructura de poder en la que ellos no pintan nada, sólo nosotros.
El desapego es el paraíso del mediocre, el cementerio de las ideas, la jungla del estereotipo, el adocenamiento, lo gris, el tufo corrupto de una habitación sin ventilar. El desapego es una droga estupefaciente. Las víctimas del desinterés ya no piensan por su cuenta y no tienen fuerzas para luchar por lo que puedan creer justo. El desapego deja tras de sí un aire apático, resignado y ceniciento, funesto.
Queridos lectores, al carajo con el desapego. ¡Viva la desafección! Sólo así se van a enterar de lo que vale un peine, y quizá cambiemos las cosas.
Contemplen la diferencia entre desafección y desapego. Si hubiera desafección, correría la sangre. Imagínense un político ante un público desafecto. ¡Qué mal lo pasaría! Con suerte, sólo sería increpado con violencia. La gente desafectada iría a por él, a por todas, y no sería agradable. La clase política tendría que esforzarse mucho, mucho, para superar una desafección del público. Para entendernos, el público sentía desafección por el Antiguo Régimen cuando asaltó la Bastilla, no desapego.
No, no sufrimos desafección, sino desapego. Imagínense un público desinteresado que se las ve con un político: cambia de canal. Porque ¿qué nos va a contar? Nada que tenga que ver conmigo, nada interesante. Sus palabras sonarán a hueco. Hoy, un político es un pelma, un personaje que vive en un mundo aparte del mío. Es un ruido de fondo, un incordio, ese invitado a la boda que nadie conoce y que nadie quiere tener en su mesa.
Sin embargo, exclama el político, qué mejor que el desapego del público: nos libera de dar explicaciones y rendir cuentas, nos permite actuar a discreción, atender a nuestros propios intereses y asegurar una estructura de poder en la que ellos no pintan nada, sólo nosotros.
El desapego es el paraíso del mediocre, el cementerio de las ideas, la jungla del estereotipo, el adocenamiento, lo gris, el tufo corrupto de una habitación sin ventilar. El desapego es una droga estupefaciente. Las víctimas del desinterés ya no piensan por su cuenta y no tienen fuerzas para luchar por lo que puedan creer justo. El desapego deja tras de sí un aire apático, resignado y ceniciento, funesto.
Queridos lectores, al carajo con el desapego. ¡Viva la desafección! Sólo así se van a enterar de lo que vale un peine, y quizá cambiemos las cosas.
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