Antes de poner fin a mis entradas sobre la Festa Major de Sitges, quisiera recordar a esa gente que, de manera voluntaria y anónima, está ahí para ayudarnos a todos. Los voluntarios de la Creu Roja (la Cruz Roja), por ejemplo, merecen muchas más líneas y mejores que éstas. Gracias.
Ritos de paso indígenas en la Fiesta Mayor
Se señala que la procesión de San Bartolomé y todo lo que la rodea es un rito de purificación heredado de los ancestros indígenas. El santo se pasea por la villa limpiando ésta de miasmas y malos espíritus, como lo haría una escoba. Intercediendo entre el cielo y la tierra, también procede a repartir bendiciones entre la población, que tienen todas que ver con la fertilidad: la fertilidad del mar, la de los campos de cultivo y la de las mozas que convendría preñar. He ahí la razón de algunos excesos de la Festa Major, que celebran la cosecha y pretenden plantar la semilla en las mozas que se pongan a tiro.
Esto no lo digo yo, esto es de manual. Cualquier antropólogo le contará este cuento y lo adornará con su teoría particular. Uno mentará las condiciones materiales y sociales sobre las que se sostiene la estructura social, y otro le dará vueltas al sexo, porque un día leyó a Freud. Son así, los antropólogos, no examinan las pruebas y sacan conclusiones, sino que sacan conclusiones y seleccionan las pruebas, tal como sostienen ellos mismos (léanse las obras de Woolgar, por ejemplo), que yo no me atrevería a decir tanto.
Pero ahora voy yo y, modestia aparte, les pongo sobre la mesa dos ritos de paso relacionados directamente con las fiestas indígenas de San Bartolomé. Estos ritos cuestionarían centrar el evento en un rito de purificación solamente. Esto sería, más bien, ahondar en la complejidad del espectáculo y sostener que su eje es el tránsito de un estadio de la vida al siguiente y no tanto el ciclo recurrente de los recursos naturales. Qué rollo, madre mía, ya me perdonarán.
El primer rito de paso (tránsito) es el Rito del Chupete.
Aprovechen una pausa en los bailes para acercarse a los gigantes o a las feres fogueres. Fíjense bien en las manos de los monigotes o en las mandíbulas bestiales y díganme ¿qué ven ustedes que se salga de lo normal? ¡Chupetes! ¿Chupetes? Sí, sí, chupetes, media docena, una docena de chupetes atados con una cinta.
Cuentan las madres indígenas que cuando el bebé deja de serlo y toca andar por el mundo sin pañales, toca dejar atrás la succión de la goma. Para demostrar que uno ya no es bebé, nada como entregar la falsa tetilla al temible gigante o al espantoso dragón. Es una muestra de respeto, similar al sacrificio de los antiguos, pero es también una muestra de orgullo. El niño así liberado de la gomita puede proclamar en voz alta que ya no se hace pis encima y que ya puede prescindir de la madre para alimentarse, y en ese acto de entrega y valentía sanciona el paso (tránsito) de la más tierna infancia a la edad escolar.
Esta relación con el pis y la teta volverá locos a los freudianos, ya verán.
El segundo rito de paso (tránsito) es el Rito de las Colles.
La Festa Major es la primera juerga digna de tal nombre en la que participan los adolescentes indígenas. La viven intensamente y se preparan para ella con no menos intensidad. Prueba de ello es que cada colla (grupo de amigos) se viste de manera semejante. Imprimen unas camisetas con un logotipo al frente y a veces con un número en la espalda y casi siempre el nombre del adolescente en cuestión. Además, se cubren la cabeza con gorros de paja, se tapan la cara con pañuelos y gafas oscuras de pasta, baratas, y procuran ir así uniformados. Abandonan la individualidad familiar para ser un número en la colla y confundirse con el común. Aprovechan este falso anonimato para entregarse a toda clase de excesos, que son más de los que imaginan, pero menos de los que dicen. Pillar una cogorza, robar un beso, pasárselo bien, son las tres fases de este rito de paso, que no tienen por qué darse en este orden. En todas ellas, el adolescente se identifica con la comunidad y planta cara a la autoridad familiar. En pocas palabras, deviene adulto.
El parto de un adulto es doloroso para las madres, que critican estos excesos (esta queja forma parte del ritual). Así, repiten varias veces, en voz alta: Jo no feia aquestes coses a la teva edat! (¡Yo no hacía estas cosas a tu edad!) ¡Anda que no las hacía...! Si les contara, las madres... ¡Y los padres!
Otra insistente cantinela es la de presentarse en casa a tal o cual hora, que se repite a gritos durante toda la Festa Major. Será la música de fondo de la presencia adolescente en el hogar, pero no se comprenderá la letra. Finalmente, la vestimenta de la colla tiene que provocar la ira de los progenitores, que se quejarán una y mil veces de cómo vas por ahí con esta pinta.
Esa pinta cambia cada año y es más exagerada en las adolescentes hembras. Este año, la camisa, sin mangas, y con un agujero que llega al pantalón... pantaloncito, que es mínimo. Se ve todo, camiseta a través, pero las jovencitas llevan sujetadores de baño o alguno bien chachi y que se vea. Se observa que esta vestimenta es también un elemento discriminatorio: ni las gordas ni las feas pueden vestir el uniforme de una colla. ¿Será éste un proceso de selección social indígena?
En fin, aquí les dejo, que ya les he dado la murga con cosas de ritos, perdonen ustedes.
L'Ofici (la Misa) de Festa Major
La Festa Major es una fiesta religiosa, punto. Es así, no hay por qué negarlo. Por esto, se centra toda ella en dos actos muy católicos: una misa y una procesión.
La misa es conocida como l'Ofici. Participan en ella los bailes populares. Este año, el Drac entregó la ofrenda al santo porque cumplía noventa años; si no, se van turnando los bailes para tal honor. La iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla, pues, añade al magnífico órgano en su haber toques de tamboriles y chirimías a la Eucaristía, y el oficiante es el hombre más feliz del mundo, porque al fin tiene la iglesia llena y puede largar un sermón a los indígenas de gran resonancia mediática, de ésos que uno sabe cuando comienza, pero no cuando acaba. Luego, los bailes celebran el suceso bailando delante del Ayuntamiento en la llamada Sortida d'Ofici, muy apreciada por los indígenas.
Ahora bien, no todo es tan bonito como parece. No hablo del sermón del señor rector, sino del asfixiante calor que se da en el interior de la iglesia. Ya pueden abrir ventanas o poner ventiladores, ya puede abanicarse el común; es inútil, se muere uno ahí mismo.
Cuentan, no sé yo si será verdad, que este retablo que fotografié casi a oscuras (por eso la calidad de la fotografía no es muy buena) en el interior de la iglesia lo talló un tal Anónimo en el siglo XVII (mejor, a principios del XVIII, pero váyanse a saber) después de una misa como la descrita. La escena representa a Santa Tecla intercediendo por la gente que se asfixia en el Purgatorio; puede verse un rey y un papa entre las llamas, para dejar bien claro que dinero y poder no compran el Cielo y que se achicharra uno lo mismo por malo ya sea villano o señor.
Ahora bien, es curioso notar que las dos únicas personas a las que ayuda Santa Tecla sean, precisamente, el rey y el papa, mientras el común sigue consumiéndose entre las llamas. ¡Hasta en eso hay clases...!
Anónimo, pues, captó el rostro del sufrimiento de los feligreses el día de San Bartolomé y lo talló en madera, con este resultado. El retablo puede verse recién entrando en la iglesia, a mano izquierda. Es uno de los tesoros ocultos de la Villa de Sitges.
La polémica del «castell de focs»
Es verlo para creerlo. El Ayuntamiento de Sitges se gasta cada año en el castell de focs (los fuegos de artificio) lo que no tiene y más. Los indígenas presumen de reunir en el Paseo Marítimo a un millón de personas que vienen de toda la comarca para contemplar tanta pólvora quemada. En la comarca no viven ni cien mil, pero si dicen un millón, un millón será. Yo no contaría más de diez mil personas en las playas, quizás, pero sostener un número tan pequeño en una tertulia de El Cable me supondría poner fin a mis días de manera rápida y desagradable.
El castell de focs es el orgullo indígena. Son los mejores fuegos de artificio de la comarca; por lo tanto, los mejores de Cataluña; en consecuencia, no hay en el mundo nada igual. Sostenga usted que en su pueblo los queman mejores y conocerá una muerte horrible. Ningún indígena que se precie de serlo tolerará que otros puedan quemar mejores pólvoras.
Eso sí, hay que verlos cuando las queman. Esta bengala ha salido torcida; el petardo, flojo; la palmera...; qué mierda de gusanitos; la del ochenta y tres sí que fue una buena traca, porque ésta...; los he visto mejores, otros años; esto no tira... Piden silencio a los espectadores y cuentan cada cohete como si les fuera en ello la vida. Quien atiende al delicado sonido de un Stradivarius no será tan sutil como el suburense puesto con la mascletá del final del castell de focs, en la que apreciará siempre, y digo siempre, alguna deficiencia en el tono, el timbre o el ritmo de las explosiones.
Pero ¡cuidado! La crítica es para los indígenas. No les dé la razón. Defienda el castell de focs. Si le dicen que este año ha sido una mierda, no diga usted que sí, que lo ha sido, o morirá. Diga usted que no, que ha sido muy bonito. Pasará por idiota, pero salvará su vida.
Pero este año, a los indígenas no les llegaba la camisa al cuerpo. Como las deudas del Ayuntamiento de Sitges suman muchos millones de euros y no hay dinero para nada, temían lo peor. He visto caras muy preocupadas este año. Además, está la nueva directiva europea, decían. Qué miedo.
El señor alcalde propuso hacer un castell de focs de quince minutos, porque no llegaba para más. No murió en el intento porque San Bartolomé se apareció en medio de la Comisión de Fiestas y lo arrebató de las manos de sus verdugos. Se apaciguaron los ánimos y se decidió, finalmente, una retallada en el castell de focs del 12,5%. Es decir, duraría veinticinco minutos, no media hora.
El espectáculo comenzó veinte minutos tarde, pero las pólvoras quemaron bien, hicieron mucho ruido y cumplieron sobradamente con su cometido. Aunque aprecié en algunos indígenas un cierto decaimiento.
La traca ha sido floja, suspiraban. Otro año será.
Que no, que ha estado muy bien.
Pero ¿qué sabrás tú?
Comercio y bebercio de Fiesta Mayor
Comen todos. Comen y beben. Aquí se celebra todo dándole alegrías al estómago y durante dos o tres días, no importan los excesos y que San Bartolomé nos guarde.
El día 23, víspera de San Bartolomé, es un día muy largo en el que suceden muchas cosas. Un adolescente indígena no asomará las narices por casa si no es para comer o hacer un pis, y aparecerá y desaparecerá en el momento más inesperado. Quien dice adolescentes, dice también adultos, porque ese día los indígenas van de un lado al otro como si les fuera la vida en ello. Las amas de casa indígenas saben que será imposible poner orden. Así, pues, toman sus medidas y preparan ingentes cantidades de comida: una olla llena de macarrones con salsa boloñesa; un saco de albóndigas de Ikea, hay que ver, los suecos; un potaje de garbanzos; una sopa; un montón de libritos empanados...
Cualquier cosa vale, si alimenta y se come en un pispás. Se deja todo a punto y allá cada uno con su ansia de comer. Así, quien entra en casa pasa por la cocina y en cinco minutos ya se ha alimentado en exceso y de manera inconveniente, que es de lo que se trata.
Por la noche, muchas colles (grupos de amigos) cenan para celebrar su amistad. A veces, en un restaurante, que proporciona un Menú de Festa Major (generalmente, caro); a veces, en casa de alguno. Puede ser formal o informal, se puede comer mucho o muchísimo, pero el inicio del castell de focs a las once de la noche será un límite que no podrá sobrepasarse.
Estas cenas ponen a prueba la amistad de muchos años. Las mujeres de ellos son malas como la quina; los maridos de ellas son estúpidos; es fácil que alguno se emborrache; se critica a Fulanito y Menganito, hasta que uno cae en cuenta que se sienta al lado de su hermano; se deja verde a cualquiera que se ponga a tiro de tanta maledicencia; se añoran los viejos tiempos, en los que uno era joven e idiota; se recuerdan viejas novias y las mujeres salen con un escandalizado ¡Nunca me lo habías contado!, que se arrastra toda la noche y algunos días más... A Dios gracias, estas cenas sólo se celebran una vez al año.
Después de los fuegos, nada de comercio, pero más bebercio. Si uno es un machote y aguanta hasta la madrugada, es obligado desayunar frente al Ayuntamiento.
A mediodía del día de San Bartolomé, después de la Sortida d'Ofici, llega el vermú, que unos escriben vermut y otros, vaya por Dios, vermouth. Lo tradicional es tomar el vermú mientras la banda toca aires de fiesta. Suele irse a uno de los dos casinos del pueblo, el Prado o el Retiro, y no seré yo quien diga en cuál de los dos es mejor, porque si digo que en el Prado, los del Retiro van a por mí, y si digo el Retiro, los del Prado no correrán menos. Se toma el vermú y punto.
Luego viene una comida familiar, que acostumbra a ser copiosa y multitudinaria. También, un tanto particular. Los adolescentes están realmente afectados por veinticuatro horas casi seguidas de juerga; los padres no crean ustedes que están mucho mejor, porque la edad ya no tolera tantas alegrías, y se dedican a mortificar a los adolescentes preguntando con quién has estado, qué has hecho, a qué hora has vuelto a casa...; las impertinencias de suegras, cuñadas y concubinas son más punzantes y dolosas que de costumbre, dado el lamentable estado del personal; lo peor del caso es que suegras, cuñadas y concubinas están tan frescas, que mala hierba nunca muere; la resaca y el agotamiento provocan diálogos de besugo y el asunto se resuelve y concluye con una siesta prácticamente obligatoria.
Llegados a este punto, una revelación escandalosa. Les parecerá mentira, pero no existe un plato típico del día de San Bartolomé. Ni siquiera un postre, un dulce, una galleta... Pero cada familia indígena tiene su propia tradición culinaria. Unos canneloni alla Rossini sui generis, por ejemplo, que están muy ricos, suelen ser habituales. En todo caso, tiene que ser un manjar abundante, calórico e inapropiado para las altas temperaturas del día, regado con licores y vinos.
¿Cenar? El día de San Bartolomé no se cena. Se vuelve uno borracho a casa y ya está. Y eso nos lleva a realizar una observación sobre el bebercio.
Es notable la influencia de los bárbaros del norte en la dieta mediterránea, después de tantos años de turismo y televisión. Los bailes populares y los indígenas que asistían a su paso llevaban consigo una bota de vino como parte del uniforme... digo, del traje regional. Yo he visto, años ha, bailarines con el vino a cuestas, no me lo invento, y he visto cómo le daban y cómo bailaban con las camisas blancas mojadas de arriba abajo de sudor y vino. In uino ueritas, me dijeron, pero para mí que iban cocidos desde el primer cohete.
Hoy, en cambio, la Festa Major huele a cerveza. Se bebe mucha cerveza, a litros. El vaso de plástico con esa bebida estupefaciente color de orina forma parte del traje popular indígena. La cerveza sirve para beber y, esto es una novedad, para ser derramada encima del primero que pasa por ahí. La orgía etílica que acompaña al concierto de chirimías y prosigue con el paso de los bailes por la villa será mediterránea por la geografía y nórdica por el licor.
Pólvoras y timbales
El paseo de los bailes populares indígenas por la población viene acompañado de sones guerreros. El toque de la chirimía bastaría para ello, pero los indígenas gastan pólvoras por arrobas, y acompañan el fuego de petardos con la percusión de tambores y gritos de Més fort! Més fort! (¡Más fuerte! ¡Más fuerte!).
Los encargados de convertir el paso de la pía procesión en la antesala del infierno son los balls de diables (bailes de diablos) y las feres fogueres, que podríamos traducir muy libremente como bestias lanzallamas.
Los diables se organizan militarmente en dos secciones o compañías. Una, quema pólvoras y son lo que usted diría diables pròpiament dits (propiamente, los diablos). Otra, toca los tambores.
A la cabeza del grupo, un personaje llamado Llucifer (Lucifer), con una maza más grande que las demás donde puede quemar fácilmente una docena de petardos por vez. Es el mandamás de la sección de pólvoras. Cuenta con un adjunto al mando (la diablessa) y una docena de diables, poco más o menos. Todos llevan mazas en las que pueden quemar uno, dos o más petardos.
En la retaguardia, la percusión, bastante numerosa. Mientras unos llenan el aire de miasmas sulfurosas, otros lo llenan de un ruido amenazante y sobrecogedor. Formal o informalmente, uno de los tambores que preside esta formación pone un poco de orden y marca el ritmo, a veces a golpe de silbato.
Quedan otras secciones que pasan desapercibidas para la mayoría del común, como son la de intendencia: hay que dar de comer y beber al personal y llevar consigo, a buen recaudo, una numerosa provisión de petardos.
Las feres fogueres de la Villa son dos, el Drac (Dragón) y l'Àliga (Águila, en verdad un grifo). Echan fuego por delante y por detrás; por la boca o pico y por la cola reptilínea. Pueden cargar una cantidad fabulosa de petardos y organizar una cascada de chispas que deja tieso al más pintado.
Una sección de forzudos caballeros acarrea las bestias y se va turnando carrera tras carrera, porque es notable que pesan lo suyo. Una sección de percusión, prácticamente idéntica que la de los diables, cierra su formación, que también cuenta con una pequeña sección de intendencia.
En total, suman cinco grupos de pólvoras, que se distribuyen dejando a las bestias entre secciones de diablos. Lo que parece un caos es, en verdad, algo puntillosamente organizado y previsto, como pueden ver ustedes.
Bellum Suburensis
En el siglo XII, o quizá en el siglo XIII, se alzó en Sitges una torre de vigía, por si los moros. El emplazamiento era idóneo, en una elevación que dominaba las playas, donde hoy se alza la Vila Vella (la Vieja Villa).
Pasó el tiempo y un censo de 1375 cuenta 160 hogares en Sitges y por primera vez que se sepa, un castell, castillo, de Sitges, bajo la administración de la Pia Almoina, porque la torre de vigía había crecido y se había aposentado.
El rasgo distintivo del castillo era una torre central de planta circular, gruesa e imponente. Sus píos propietarios habían enriquecido el interior de la fortaleza con una sala noble en el primer piso, a la que sumar, a finales del siglo XV, una capilla que era, me cuentan, una filigrana del gótico tardío catalán. En 1525, se reformó de arriba abajo.
En todo este tiempo, los castellanos de Sitges vieron pasar el tiempo sin mucho que hacer, la verdad sea dicha, mano sobre mano. Pero la Guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia convirtieron Cataluña en tierra de paso de los Tercios y éstos no dejaban ni comida ni vírgenes a su paso. Tal cuentan que fue la causa de la rebelión de Cataluña o Guerra dels Segadors, aunque el asunto tiene muchos intríngulis por delante y por detrás y más causas que ésa. Lo que importa es que, al fin, el castillo de Sitges y sus castellanos se vieron en medio de un fregao bastante serio... y perdieron.
En 1649, las tropas fieles al rey de Francia defendían el castillo de Sitges, que fue tomado al asalto por los Tercios. Quedó hecho unos zorros. La artillería desmoronó su cara norte y su cara este y poco se sabe de la matanza entre los villanos. No sería pequeña.
En 1682, reconstruyeron el castillo.
En los primeros años del siglo XVIII, Cataluña volvió a convertirse en campo de batalla. La Guerra de Sucesión no se decidió hasta casi el final y en 1714, la guerra llegó a Sitges, que la había visto pasar de lejos. Un ejército de voluntarios catalanes se plantó ante las murallas de la villa. Eran partidarios de un austríaco como rey de España; pero, ay, los suburenses eran entonces partidarios de un francés como rey de España. Hubo tiros. El castillo sufrió desperfectos, nada serio. Los atacantes se retiraron.
Al poco, Cataluña comenzó a prosperar después de siglos de miseria. El comercio de aguardiente pasaba por Sitges en barcos de cabotaje y de un día al siguiente la pequeña villa adquirió alguna importancia. Se reforzaron las defensas de la villa con baterías de costa, con piezas en la Torreta y en el Baluard (Baluarte). Bajo la parroquia, se amarró un buque artillado, justo donde ahora está el restaurante La Fragata. El navío no sería una fragata, sino más bien una corbeta o un bergantín, o una falúa grande. Ahora bien, que dicen fragata, pues fragata, porque no nos vamos a poner a discutir por eso.
Todavía sobreviven en Sitges dos piezas de artillería del siglo XVIII. En el Carrer d'en Bosch puede verse la mejor pieza, una larga del doce en muy buen estado. Digo que es del doce porque a mí me lo parece; la artillería española de la época seguía el sistema Gibreauval y si no era del doce, sería del dieciocho, pero no lo creo, visto lo visto. Frente a la Iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla, apuntando al mar, una de hierro del doce, que conoce todo el mundo.
Estas piezas y algunas más (una batería de seis u ocho piezas, seguramente) se las vieron con los ingleses en 1797. Se presentó una flotilla de Su Graciosa Majestad con ánimo peleón y ganas de desembarcar en la Villa. Por lo visto, pretendía hacer daño y llevarse la bebida grátis (justo como ahora). Los artilleros de la batería de Sitges prendieron fuego a las pólvoras y allá se las tuvieron unos y otros, lanzándose metralla con saña. Los ingleses se retiraron después de recibir la peor parte. La acción fue meritoria, pero pertenece a la letra pequeña del conflicto, que se discutía con más pólvoras en otra parte y que acabó como el rosario de la aurora, Napoleón en España, Cataluña otra vez francesa y los ingleses (quién nos lo iba a decir) al rescate.
Luego, dos Guerras Carlistas, que también pasaron por Sitges y dejaron algunos recuerdos bélicos, pero ya lejos del castillo, que dejó de cumplir función militar alguna.
En 1869, el edificio se convirtió en el Ayuntamiento de Sitges.
En 1888, lo que no consiguieron moros, turcos, españoles, franceses o ingleses lo consiguieron los munícipes. Como hoy sucede con el Cau Ferrat, llamaron a un distinguido arquitecto y le propusieron llevar la modernidad al pueblo. Salvador Vinyals, el arquitecto escogido, no se lo pensó dos veces. Derribó el castillo hasta los cimientos, sin pararse a pensar en su valor histórico-artístico. Levantó un edificio enclenque, de planta prácticamente cuadrada, aislado de los demás, que unos dicen neogótico y otros, feo. Para recordar que fue castillo, imitó algunas almenas en lo alto. Todavía conozco quien alza la voz contra el tal Vinyals, pero es minoría.
Hoy, el único castillo que perdura en Sitges es el del escudo indígena y las únicas pólvoras que se queman, las de los fuegos de artificio. Quizá, pese a todo, hemos salido ganando.
Magia
Salen els gegants a la calle, suenan les gralles y el niño contempla fascinado tanta maravilla. La Festa Major es lo que tiene: magia.
El (des)concierto de chirimías
La gralla es la chirimía catalana, que es como las demás chirimías, pero con otro nombre. Es un instrumento musical, presuntamente musical, con una larga historia a cuestas. Las chirimías aparecen en los relatos pastoriles de El Quijote y ya entonces Alonso Quijano exclama ante su compañero Panza que el sonido de las chirimías no puede confundirse con ningún otro.
Los fanáticos de esta familia de la madera aseguran que sus vientos apaciguaron la cólera de Aquiles, pero más bien la exacerbaron, digo yo, porque hay que ver con qué mala leche cargó contra los troyanos después del concierto. Cuentan que Alejandro las llevó consigo en la conquista de Persia, y Persia se rindió. Las chirimías estuvieron presentes en Lepanto, y las soplaron tanto moros como cristianos, lo que explica el encono y la matanza en manos de unos y otros.
Si es uno de los mortales que ha sobrevivido a un concierto de chirimías, ya comprenderá mis angustias. Si no sabe cómo suena una chirimía, felicítese por su suerte y sepa que está hecha de madera, tiene tantos agujeros, se sopla por la lengüeta de un extremo y se sufre el sonido que sale por el otro, estridente, chirriante e inconfundible, del todo inolvidable.
Pregúntese, además, por qué una orquesta sinfónica no cuenta con chirimías, que podría contar con ellas, pero cuenta con violines, flautas, oboes y fagotes, clarinetes, cornetas, trompas y trombones, hasta con tambores, bombos y timbales, con un largo etcétera de instrumentos de origen popular y humilde, pero no con chirimías, repito. Quien se pregunta por la ausencia de las chirimías, podría preguntar también por la de gaitas, cornamusas, acordeones, dulzainas o zanfonías, que también duelen lo suyo. Todos estos instrumentos han sido escrupulosamente excluidos de la música biensonante en un proceso que ha durado siglos. ¡Por algo será!
Pero vaya usted y plántese delante de un indígena para decirle que la chirimía suena como un gato escurrido y se tragará los dientes antes de morir linchado.
Porque, queda usted avisado, entre los indígenas de la Blanca Subur se da el grallismo, que es una afección neurológica extraordinaria que confunde el sonido de las chirimías con algo delicioso. Pocas veces he visto semejante pasión por un instrumento de tortura como la que sienten en Sitges por la gralla. Es algo inaudito, y si es usted forastero, del todo inexplicable. En un éxtasis masoquista y etílico, el Concert de Gralles suena a mediodía del día 23 de agosto y así comienza, ahora sí, de modo inconfundible, la Festa Major.
En el Concert de Gralles (concierto de chirimías), los músicos que animarán los bailes de la procesión de San Bartolomé tocan unas cuantas piezas de su repertorio, que no es que sea muy variado. El público, una muchedumbre sudorosa, apretada, entregada al jolgorio y la cerveza, corea los temas de siempre a grito pelado y dando saltos, lo que pone de los nervios a unos cuantos indígenas puristas.
Los indígenas puristas disfrutan de los toques de chirimías como un connaisseur disfrutaría ante las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould en 1968. El sibaritismo grallero es el cénit de lo incomprensible para uno de fuera. Este sector del público aborrece la juventud que corea los sones de las gralles y quisiera escuchar en el más completo silencio el agónico chirriar del viento chirimero, por apreciar mejor su sonido. Se los ve alzando micrófonos y cámaras de video en medio de la multitud, intentando captar esa maravilla del graller insigne, ese vibrato, ese suono troppo agonico tremolante, el forte vento di legno que penetra en los tímpanos del personal, el buffo che non arriva al finale tanto forte come stridente...
El colmo del foráneo es que el concierto de chirimías se emite por varias televisiones locales, tanto en directo como en diferido (¡varias veces a lo largo de la semana!). Será el programa más visto del año. Aquí, el de fuera exclama que quien los entienda, que los explique.
El pregón y el éxtasis
Algunos indígenas sostienen que la Festa Major comienza con el pregón, cuando un indígena destacado por su erudicción ensalza los usos y costumbres de la festividad de San Bartolomé, el santo despellejado. El caso merece una especial atención, porque el escogido suele ser un indígena muy puesto en los asuntos suburenses, que suelta una perorata inacabable sobre sus batallitas fiestamayorenses de cuando era mozo, o reflexiona alrededor de la mística de una tradición centenaria, y el público le aplaude al terminar y comenta qué bien habla el pollo.
Si no fuera por esta ebriedad patriótica indígena, el común no aguantaba el discurso del personaje ni cinco minutos seguidos. ¡Qué digo cinco minutos...! Ni uno solo.
Pero la Festa Major tiene efectos alucinógenos, en parte inexplicables, y crea un público entregado a la plúmbea sucesión de palabras que ocupa el insufrible pregón de cada año. Se arrastran las palabras con horrísona monotonía dejando tras de sí el vacío existencial de la nada más absoluta y el público se pone en pie, a gritos de ¡Bravo! ¡Bravo! Molt ben dit! Se dice algo con pies y cabeza y se cuentan síncopes entre el respetable, que arranca vítores hacia el final que llegan al Tibidabo. Se da por un casual un verbo decente y algo que decir y verán ustedes que la katarsys de los griegos era nada en comparación con el éxtasis indígena.
Algo toman o algo les dan, seguro, no hay otra.
Venta ambulante
En Sitges, está estrictamente prohibida la venta ambulante en la playa y en el Paseo Marítimo. Así rezan las ordenanzas municipales indígenas, pero ¿quién les hizo nunca caso?
Lo cierto es que se venden objetos de marca falsificados o robados a la vista de todo el mundo. Los mercaderes son inmigrantes recién llegados, las más de las veces sin los papeles en regla. Sus jefes, los mafiosos de veras, nunca aparecen en la escena del crimen. Tampoco aparece la Guardia Urbana, si no es muy de vez en cuando y con parsimonia, no se me cansen, para que los mercachifles tengan tiempo de recoger los bártulos y salir corriendo. Así parece que exista represión cuando se da mucha permisividad, y esas carreras forman parte del juego, del toma y daca entre delincuentes y policías, que cubren las apariencias de unos y otros.
Los munícipes y los comercios indígenas han iniciado una campaña contra la venta ambulante. Se han colgado pancartas y letreros y se advierte del peligro de comprar a los manteros. Pero ¿quién hizo nunca caso de una campaña como ésta? Los lugareños y los forasteros siguen comprando bolsos, gafas de sol y relojes horteras de dudosa procedencia. Saben que son falsos o robados, pero no les importa, qué más da. Eso sí, luego se quejarán por ahí y exclamarán ¡qué vergüenza! ¡Habría que hacer algo! Seguro que añadirán expresiones malsonantes sobre la raza del tipo que les vendió un bolso de Hermés a diez euros.
Cuánta hipocresía, cuánto canalla. Si no comprasen en esos mercadillos improvisados, no habría manteros, ni la mafia que los explota. Si multaran a los compradores...
Gofras
Gofras tiene su razón de ser en la felicidad. Así es, en efecto, una gofra de la calle de Sant Pau (San Pablo) de Sitges es lo más que podrá usted arrimarse a la gloria en vida, créanme. Aunque es un dulce que no está exento de polémica, porque unos hablan de gofres y otros de gofras, pero qué más da.
El local lleva muchos años alegrando el olfato y el gusto del paseante, que después de hacer cola (siempre hay cola) comprará un trocito de cielo con chocolate y nata, con miel, con mermelada... También hacen crepés, pero... Bah, teniendo una gofra a mano... Gofras es el paraíso del goloso, el martirio del personal sometido a dieta, la felicidad a buen precio y el referente del buen comer que nunca aparecerá en la Guía Michelin.
Uno pide una gofra, se la preparan ahí mismo y se va con ella y cuantas servilletas de papel tenga a mano. No hay terraza, ni falta que hace, pues el dulce se come a pie y de pie, con avidez y sumo placer. Los indígenas pueden ganarse unos dinerillos apostando con el turista a que es incapaz de comerse una gofra sin mancharse de chocolate. Es imposible, con todas las letras, imposible, comerse una de estas gofras sin llevarse a casa un recuerdo de chocolate en la camisa o el pantalón, pero ahí está la gracia, que no importa, que vale la pena pagar este precio por darle a la galleta.
Lo antiguo y lo moderno
Sitges es un campo de batalla entre conservadores y progresistas. Los indígenas amantes de lo antiguo hablan de historia, esencia y tradición; los indígenas que apuestan por el cosmopolitismo, la novedad y el progreso van de modernos; la pugna está servida.
Pero no seamos maniqueos, ni sean éstos blancos y éstos negros. Este combate entre lo que fue y lo que será llamado presente lo sufrimos todos, y tomamos por esencia lo nuevo y por novedad lo viejo, confundimos la tradición con el progreso, el progreso con la tradición y somos ciudadanos del mundo cuando queremos decir que somos más de pueblo que la boina de Segismundo, o viceversa, y de este conflicto inherente al ser humano no se libran ni los suburenses.
¡Todo lo contrario! No he visto grupo indígena más exaltado cuando se refiere a la costumbre o tradición, ya sea para una cosa o la otra. De hecho, se considera una forma de suicidio que un veraneante se aproxime a un indígena cuestionando, por ejemplo, la singular tradición del ball de gitanes o la oportunidad de un gegant moro en la fiesta de San Bartolomé.
En la fotografía, el Chiringuito, un local famoso por haber importado de Cuba y elevado a los diccionarios de la lengua española la palabra chiringuito, tan amada y estimada por todos, palabra que provoca pasmo, asombro, admiración y envidia entre los forasteros que vienen a vernos. Frente a él, en el Paseo, la publicidad del adocenamiento comestible. Un duro contraste entre lo antiguo y lo moderno con un intríngulis digno de estudio, porque parece elemental, pero no lo es.
Otro ejemplo de tensión entre lo antiguo y lo moderno tiene que ver con la forja de hierro y el acero. Sitges presume... presumía, de un complejo arquitectónico singular, el conjunto formado por la casa Rocamora, el Cau-Ferrat y el Palau Maricel. Estos edificios fueron el parto de un encuentro afortunado entre lo antiguo y lo moderno, pero el tiempo es implacable, lo moderno se oxida y con el siglo XXI llegó la grúa.
La grúa también simboliza lo antiguo y lo moderno. Lo antiguo, porque nos remonta al tiempo de los bárbaros, porque eleva el ladrillo y se riega con el dinero del común, que va a parar a manos de los de siempre, que, como dijo Lampedusa, cambian todo para que todo siga igual. Lo moderno, porque la grúa es la máquina, el progreso, y por donde pasa la grúa nada vuelve a ser igual.
En este caso, las autoridades municipales, provinciales y regionales, todas a una, decidieron cambiar el conjunto arquitectónico singular por una singular burrada, y procedieron al destrozo sistemático del lugar con el beneplácito de muchos indígenas y la condena (justa) de muchos otros. Más que progreso, aquello fue una regresión conceptual; es decir, una salvajada sin sentido. Hierros y andamios contrastan con lo poco que queda todavía en pie.
Los hierros que el artista forjó para el Palau Maricel son el recuerdo de un artesano que no quiso ceder a la presión de los tiempos y en plena Revolución Industrial (la Revolución Industrial catalana fue tardía) forjó los hierros a golpe de martillo, como diciendo aquí estoy yo y las máquinas pueden irse al carajo, y perdonen ustedes.
Hoy, tocando a estos hierros se alza la grúa del Maricel. En sí, una pequeña maravilla. Su pluma, dicen los indígenas, es la más larga de España. No sé yo si es la más larga, pero larga lo es un rato. Esa maravilla de la ingeniería se alza encima de la barbarie, como recuerdo y señal de aviso. Somos buenos, pero podemos hacer mucho daño.
En otro lugar del pueblo, en el Paseo, se alza una estructura temporal y humeante, la Churrería Teruel, máquina de hacer churros, freír patatas y expulsar gases aceitosos, decorado de neón, reclamo de indígenas hambrientos y turistas desconcertados, que sirve tanto de día como de noche deliciosos manjares a cuantos puedan pagarlos. Es la cara amable del progreso industrial, que sirve yantar a bocas golosas. Los indígenas más reacios a lo nuevo critican su tamaño, su inequívoca presencia en el lugar, el daño que hace a la vista semejante estructura y el olor a frito que desprende, pero hasta éstos comen del churro que les da. Aunque no lleva muchos años ahí, la Churrería Teruel se ha convertido en un curioso veraneante de toda la vida, ha dado el paso que lleva de lo moderno a lo antiguo.
Finalmente, el turismo, lo que da de comer al indígena, es la fuente de conflicto más evidente entre lo antiguo y lo moderno. ¿No querían cosmopolitismo? ¡Dos tazas!
Aquí sí que nos enfrentamos al meollo del debate, a lo que queremos ser de mayores. Nos abrimos al mundo, pero las tradiciones escapan por la puerta abierta. Es verdad que huelen a rancio y que conviene ventilar, pero hay quien aprecia perfumes entre tanta peste. La tradición nos dice lo que hemos sido; el progreso, lo que queremos ser. Lo que somos, sabrá Dios. El tema es complicado.
Vean, si no, a cuál prefieren de las dos. Una es la antigua y la otra, la moderna. Las dos miran hacia el horizonte por venir. Decidan quién es quién, razonen su decisión, comparen una cosa con la otra y ya verán como el debate tiene mucha enjundia y un premio al final.
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