Tabarnia
Para Heidegger, el Mundo era el progreso, la Ilustración, el cosmopolitismo, y por lo tanto era lo malo. La Tierra, en oposición, era la guardiana de la esencia del ser (humano). Su culto a lo ancestral, cerrado y conformador de una esencia patria se oponía radicalmente a un espíritu valiente, abierto y dispuesto a compartir porque, eso decía, en el progreso perdemos aquello que nos define esencialmente. Este argumento le iba que ni pintado para defender sus tesis nacional(social)istas y eso es lo que se dibuja cada vez más a menudo en los mapas de todo el mundo, una tensión naciente, cada vez más aguda, entre la Tierra y el Mundo.
En la ciudad se reúne el Mundo al que se opone la Tierra.
La ciudad, por definición, es a la vez motor y consecuencia del progreso, es un lugar abierto y cosmopolita, donde se reúnen personas, capitales e ideas que han de compartir un pequeño espacio, y no puede ser de otra manera. La ciudad es la encarnación del Mundo que definió Heidegger, que era más del campo, de la Tierra.
En el Mundo.
En la Tierra.
Nacieron las ciudades como hogar de la industria, el comercio, el arte, la cultura, la ciencia... y hoy en día se señala un nuevo auge de la ciudad, semejante al que se vivió en la Edad Media y luego en la Revolución Industrial. Las ciudades ganan peso en la economía y la política y quieren gozar de más independencia frente a los gobiernos centrales y regionales. Son más dinámicas y su administración es la más próxima al ciudadano. Tanto si cree en el Estado del Bienestar (como es mi caso) como si prefiere el liberalismo económico, la ciudad tendría que disponer de más poderes.
En los países más desarrollados de la Unión Europea, el presupuesto público se reparte más o menos así: un 40% para el Estado, un 20% para los gobiernos regionales, un 40% para las ciudades. En España, en cambio, el presupuesto para las ciudades es apenas del 20%, contra un 40% para el Estado y otro tanto para las Comunidades Autónomas, y eso crea tensiones. Las crea especialmente en Madrid y Barcelona, las dos grandes urbes españolas. Sevilla, Bilbao o Valencia, aunque son núcleos urbanos importantes, no tienen la masa crítica suficiente, pero sí que podrían compartir algunas reivindicaciones de esas dos grandes zonas metropolitanas.
El caso de Madrid está mejor resuelto porque está, por un lado, el Ayuntamiento de Madrid y por el otro, una Comunidad Autónoma uniprovincial. Dejando a un lado el área metropolitana madrileña, el resto de la provincia apenas tiene peso demográfico, social o económico, por lo que un gobierno regional es el gobierno de una gran ciudad y sus alrededores. Dista mucho de ser la solución perfecta, pero es un buen punto de partida.
En Barcelona, en cambio, la Comunidad Autónoma (Cataluña) ahoga a la zona metropolitana de Barcelona, que suma alrededor de cinco millones de habitantes (más de 1.700.000 en Barcelona ciudad y el resto a su alrededor, a los que sumar la zona costera hasta más o menos Tarragona, que también dependen de ella). Cuando el alcalde Maragall quiso crear un gobierno metropolitano de Barcelona, para gestionar el Mundo de esta gran urbe, el corrupto presidente Pujol puso por delante la Tierra e hizo todo lo posible para impedirlo. De ese intento sólo subsiste el Área Metropolitana de Barcelona (formada por 25 municipios) que gestiona algunos servicios públicos básicos (el agua y el alcantarillado, por ejemplo) y el transporte público.
La consecuencia de todo ello es que el voto metropolitano vale menos que el voto del territori (en catalán, del territori quiere decir, eufemísticamente, de pueblo, o, en heideggeriano, de la Tierra); que la metrópoli barcelonesa genera bastante más del 80% de la riqueza del país y recibe menos del 60% de la inversión pública (el resto de Cataluña tiene superávit fiscal); que la situación se eterniza porque los partidos en el poder (nacionalistas, de la Tierra) no obtendrían el mismo rédito electoral si un voto del Mundo (Barcelona) valiera lo que un voto de la Tierra (el territori); etc. Así que Barcelona vive ahogada y no puede dar más de sí porque no le dejan, y esto es un hecho objetivo.
Repito: Esta situación se da en otras grandes ciudades europeas y americanas, pero también asiáticas o africanas. Las ciudades quieren más poder e independencia porque se ven sujetas a una rémora, la Tierra, que no las permite avanzar y progresar lo suficiente. Véase, sin ir más lejos, lo sucedido en Londres en relación con el Brexit.
La solicitud de hacer de Tabarnia una nueva Comunidad Autónoma ha conseguido casi 200.000 firmas en menos de seis días. Poca broma.
Hace unos años, en plan de broma, alguien propuso independizar Barcelona (la zona metropolitana) del territori, de la Tierra, de Cataluña, del resto, y bautizó Tabarnia al Mundo en Cataluña. A mí me hubiera gustado más Cataluña Oriental, pero Tabarnia ha caído en gracia.
La guasa empleaba exactamente los mismos argumentos que empleaban los independentistas catalanes y la verdad es que si una cosa vale para un caso, vale para el otro. Lo que entonces quedó como una anécdota (que comenté en su día en El cuaderno de Luis, hace un par de años) hoy molesta, y mucho, al independentismo. Su reacción ante la broma ha sido tan visceral que no ha hecho más que extenderla como una mancha de aceite, y más se extiende la idea de Tabarnia, más duele.
Duele porque es poner a los amarillos ante el espejo de una realidad que niegan persistentemente. La primera, que todos y cada uno de sus argumentos a favor de la independencia de Cataluña valen lo mismo para la separación de Tabarnia de Cataluña. Porque si un argumento es válido para que una parte de la sociedad rompa el contrato social que la une con la otra parte en un Estado social, democrático y de derecho (como es el caso), el mismo argumento tiene que ser válido para que una parte de esa parte pueda también romper con ésta, y así ad infinitum. De hecho, la Ley de la Claridad del Canadá va por aquí, léanla, y por eso no gusta nada a los amarillos.
La segunda realidad es que pone en evidencia que Cataluña no es un solo pueblo apegado a la Tierra, à la Heidegger, sino que existe una parte importante de ese pueblo más aficionada al Mundo. Existen dos millones de catalanes apegados a la Tierra con la cerrazón heideggeriana y el resto, a su bola; un pueblo en amarillo y otro, multicolor. Ésa es la realidad con la que tienen que vivir... y no es la verdad en la que creen. No es un pueblo, una república y un presidente, sino algo más y mejor, afortunadamente. Pero, ay, entre la Tierra y el Mundo se abre el abismo de la estupidez.
Circunscripción única
En Cataluña, presos de una ley electoral de tiempos de Franco (que no hemos sabido cambiar en casi cuarenta años), disfrutamos de un sistema d'Hondt para el reparto de escaños en cuatro circunscripciones, con provincias sobrerrepresentadas. Siempre hago el ejercicio de comprobar la diferencia del actual sistema con otro con Cataluña de circunscripción única. Manteniendo la Ley d'Hondt y un 3% del voto emitido mínimo para obtener escaño, sale esto:
(Partido / número actual de escaños / número de escaños hipotéticos)
C's / 37 / 35
JxCat / 34 / 30
ERC / 32 / 30
PSC / 17 / 19
Comuns / 8 /10
Comuns / 8 /10
CUP / 4 / 6
PP / 3 / 5
Si se suprimiera ese límite del 3% (perdón por la casualidad), quedaría todo igual, excepto ERC, que perdería un escaño para dárselo a PACMA, que entraría en el Parlamento de Cataluña.
P.S.: Hace dos días, cuando colgué la lista, se me olvidó apuntar el resultado actual e hipotético de los comuns, fallo que ya está corregido.
P.S.: Hace dos días, cuando colgué la lista, se me olvidó apuntar el resultado actual e hipotético de los comuns, fallo que ya está corregido.
Rodeado de amarillos
Ayer me estrené como apoderado de mi partido. Fuí aplicado y obediente y me presenté hacia las ocho de la mañana en el colegio electoral, para encontrarme rodeado de amarillos. En mi colegio había cinco mesas electorales y a primera hora de la mañana ya había cinco amarillos por mesa (interventores aparte) y luego fueron llegando más. Uno contra quince. Luego divisé a dos naranjitos y a media mañana llegó un matrimonio de azules, pero él se puso malito y se quedó ella sola. También me enviaron refuerzos a mí, gracias, un chaval muy majo que tenía un largo historial de elecciones a sus espaldas. La proporción final fue de seis amarillos por mesa, más o menos, interventores aparte, contra uno de cualquier otro color.
El conjunto de los amarillos contenía personajes estereotipados. El más temible de todos ellos, el personaje de la tieta. La tieta es una mujer a la que no quisieras tener de suegra por nada del mundo. Se distingue por su permanente de peluquería, su abrigo de pieles, su maquillaje, su tono imperioso, incontenible, mandón, el que te obliga a callar durante las comidas de Navidad, por no hacerle un feo a tu mujer. Todo lo sabe, todo lo quiere como a ella le gusta, todo lo mangonea y pobre de ti que se te ocurra suspirar que no estás de acuerdo con lo que piensa, porque entonces te tragas el discurso de la tieta durante muchos, muy largos e interminables minutos. Sus intervenciones antes, durante y después del recuento hicieron a un presidente y dos vocales de mesa dignos de ir al cielo en la gloria del martirio. Con una hay suficiente para amenizar la jornada.
En honor a la verdad, el personaje de la tieta es predominante entre los amarillos, pero no es exclusivo. Un incidente de la jornada lo protagonizó una tieta del otro bando que se arrojó con todo su ánimo contra la mesa donde se disponían las papeletas en el orden asignado por la Junta Electoral. ¡Es que no están bien puestas, joven!, aseguró, y sin pensárselo dos veces y delante de todo el mundo, procedió a hacerse con los paquetes y ordenarlos a su gusto. De mutuo acuerdo, auspiciado por la necesidad, la urgencia y el peligro, conseguimos que esa señora abandonara el colegio y dejara las papeletas tranquilas entre todos, amarillos y demás colores, pero nos costó (no exagero) dos horas y la ayuda de la policía. Entre otras cosas, porque a la tieta de fuera se le opuso la tieta de dentro y un debate entre tietas es... En fin, huyan, créanme, salgan corriendo si tal ocurre delante de ustedes. Al final, una sufrida muchacha amarilla, muy voluntariosa, la acompañó hasta su casa porque la tenía vista del barrio y la pobre regresó con un síndrome postraumático.
Hubo un incidente anterior. Un tipo disfrazado con la parafernalia de los amarillos (lacitos, chapas con lemas patrios, etcétera), que era todo un armario, comenzó a increpar a todo bicho viviente, a voz de grito, y me tocó sonreír cuando el tipo me dijo que era (si mal no recuerdo) un perro fascista, un cerdo español, un puto traidor, y me prometía futuros ajustes de cuentas en alguna cuneta. Los amarillos se pusieron blancos, pues temieron que les echáramos en cara el espectáculo, y acudieron a la policía. Con mucha discreción, nos lo sacaron de encima y ya está. Era un tipo con problemas, con independencia de sus colores. Nadie le dio más importancia. Visto y no visto.
El tercer incidente fue una reclamación por un voto nulo en la última mesa, en el último momento. Las cuentas no cuadraban, no cuadraban, y cuando el desespero se adueñaba del personal y la tieta se encontraba en su salsa, se consiguió cuadrarlo todo. ¡Albricias! Y entonces... ¡Quiero presentar una reclamación! Estaba en su derecho, pero... En fin, qué les voy a contar.
Llegué a la sede del partido con todas las copias de las actas pertinentes bien pasada la medianoche. Nadie parecía muy animado y a mí se me fue el santo al cielo al descubrir que sólo me habían dejado algunos cacahuetes. Mientras rebañaba el plato en busca de algo que llevarme a la boca, uno se subió a una silla y nos dijo que éramos estupendos, los mejores y esas cosas tan épicas que se dicen cuando a uno le han dado del derecho y del revés. Yo, en efecto, lamenté la situación, porque me había hecho ilusión de cenar algo más que el resto de una bolsa de cacahuetes. Estaba reventado.
Pero fue muy divertido y provechoso. Es una experiencia que recomiendo. Además, qué narices, tenía que hacer algo y no se me ocurrió nada mejor que hacer. Díganme tonto... y échenme más cacahuetes, por favor.
El patio está que da pena
Rull o Turull, uno de los dos (suelo confundir al uno con el otro), participó en un programa de debate electoral en TV3, donde se puso en evidencia cómo está el patio, y está que da pena.
En una de éstas, el candidato Domènech, que representa a... Ay, ¿cómo se llaman? Otros que me hago un lío... No sé si son comunes, de Podemos, de Ahora sí se puede o qué... Es igual, ya saben de quién hablo. Pues va el candidato y le echa en cara al otro candidato, al de CDC (porque, recuerden, Junts per Catalunya se presenta bajo el paraguas de ¡CDC! para poder cobrar subvenciones electorales), le echa en cara, decía, los programas sociales del gobierno del señor Puigdemont.
Mejor dicho, le echa en cara que no hubiera tales programas sociales y que el 30% de los niños catalanes (se dice pronto) vivan en riesgo de pobreza (si no son ya directamente pobres). Una pregunta pertinente. Es más, obligatoria. ¡Bravo por el señor Domènech!
¿Qué respondió el señor Turull, Rull, o quien fuera de los dos? Que yo he venido aquí a hablar de democracia, dijo, con dos cojones, y que si ustedes quieren hablar de pantanos, yo no entro en el juego. Se montó una bronca, porque el señor Rull, o Turull, no sé, dijo que él no pensaba hablar de esas cosas, sino de restituir al presidente, porque hablar de cuántos pobres hay no es democracia, pero pretender que regrese al cargo un tipo que montó el pollo y nos dejó a todos plantados, sí.
Bueno, así está el patio. No parece que esté muy bien.
Sigue lo del patio
El candidato huido de la justicia responde desde Bruselas a una entrevista para La Vanguardia. Van y le preguntan qué le gusta más de España y responde que, entre otras cosas, Cortázar. Entre otras cosas.
Julio Cortázar era argentino. Nació en Bélgica, murió en París, vivió en Argentina hasta los años 50 y luego vivió en varios países europeos, hasta nacionalizarse francés en 1981 en protesta por la dictadura argentina. Es uno de los grandes de la literatura en lengua española del siglo XX (es, por lo tanto, muy grande), pero no fue español (aunque vivió un tiempo en España).
Eso nos pasa por dejar que nos manden gentes que no saben leer. Así está el patio.
El Aspirfaier
Mi sobrino, Cissé, lleva un tiempo leyendo cosas sobre el Spitfire, el legendario caza británico de la Segunda Guerra Mundial (y uno de los aviones más bonitos que nunca han volado). Su hermanita, Andréa, parece haberse contagiado del espíritu aviador y no se lo ha pensado dos veces. Aquí tienen su versión del Spitfire, biplaza y multicolor, rebautizado para la ocasión como Aspirfaier, que suena lo mismo y es más divertido.
Cómo está el patio (y van tres)
Lo he dicho y lo repito: con el elenco de diputados que seguramente saldrán elegidos bajo el paraguas de la antigua Convergència, tendremos tardes de gloria. La última nota para el disparate la ha dado un sacerdote católico que forma parte de la lista electoral.
El caballero va y suelta en público que hay que rezar por los pobres. ¿Será ése el programa social de la antigua Convergència? Antes lo era, pero me esperaba algo más.
Hay que rezar por los pobres, prosiguió el sacerdote, para que Dios los ilumine y abran los ojos (sic) y vean que votar por el president y la independencia es lo justo y bueno (sic) y que obrar de otro modo es malo (sic). No dijo que es pecado, porque es un cura moderno (ejem).
Llegados a este punto, se dirigió a los pobres en lengua española, para que me entiendan, dijo. Les pidió de nuevo que votaran al bien y dejaran de lado el mal y se quedó tan satisfecho de haberles soltado el sermón. Amén.
No sé si saben que católico significa universal; es decir, un católico no entiende de naciones o clases sociales y su mensaje y sus acciones se dirigen a todos por igual. En teoría. Pero este personaje, ¿católico? ¡Vamos! ¡Anda ya!
El tipo deja ir un discurso clasista, porque cree que los pobres, por ser pobres, no disfrutan del raciocinio y no son capaces de vislumbrar la verdad verdadera por su cuenta y riesgo. Es lo que tiene ser pobre, y quizá sean pobres precisamente por su estulticia, nos da a entender. Implícitamente, también señala que nosotros (los que le votan a él) no somos pobres, y en eso tiene razón, porque la renta media del votante de su partido es sólo superada por los votantes de la CUP y pasa de los 2.500 euros al mes (a los datos del CEO me remito).
Es también un discurso supremacista, porque el pobre del candidato es un pobre polisémico, pobre en recursos económicos y pobre por desgraciado e infeliz, pues pobre es, infeliz, quien no conoce la verdad (que es la que yo tengo por cierta, qué casualidad, aunque no esté basada en evidencias, sino en una revelación o una creencia acorde con mis deseos). Lo que vale para un sermón no vale para la política, donde esta consideración es éticamente repugnante y contraria al espíritu de la democracia, por no decir contraria al sentido común. Por cierto, es también excluyente, o si quieren racista, porque habla desde un nosotros, catalán de verdad, hacia un ellos, español, y subraya la diferencia hablando en español para que me entiendan (y no tengan excusa).
Etcétera. Desgraciadamente, el discurso del cura es el pan nuestro de cada día del bando místico-nacional, formado por tanta gente de misa en un país que (curiosamente) no pisa las iglesias. Cuando la política se confunde con la religión y la razón es atropellada por el sentimiento, no suele aflorar lo mejor de cada casa, sino aquello que tendría que avergonzarnos. Sobran los ejemplos de antes y ahora, de aquí y de allá. El problema catalán (en general, el auge de una extrema derecha populista en Occidente) tiene dimensiones políticas serias porque arrastra a dos millones de creyentes, pero me da que es un problema con una sólida base patológica. Sé que está feo decirlo, pero a la vista de los hechos, la conclusión es inevitable.
Así está el patio.
Así está el patio (bis)
En otros actos electorales se habla y sigue hablando del prusés, naturalmente.
Destacan los actos organizados por Junts per Catalunya, auspiciado por la antigua CDC (que se presenta bajo esta marca, para poder acceder a subvenciones electorales, cómo no), el PDECat (la nueva marca de la antigua Convergència) y el que fuera presidente de la Generalidad de Cataluña antes de darse a la fuga, Carles Puigdemont, que va por libre y ha organizado una lista de lo más variopinta y singular, por no decir excéntrica.
Pilarín explica a los niños buenos que los otros niños son malos.
Prueba de ello y de cómo está el patio es la candidata Pilarín Bayés, famosa por sus ilustraciones generalmente cursis y ñoñas, que, en uno de los últimos mitines, disfrazada como ven en la fotografía (publicada por el diario Ara), explicó un cuento (sic) que acababa con un final feliz que consiste en llegar a una república (cito textualmente) espiritualmente gloriosa. ¡Ahí es nada! ¡Espiritualmente gloriosa...! ¿Creen que eso fue todo?
Ilustró el cuento con sus dibujos, y en la fotografía la ven en esa parte en la que dice que quienes no quieren esa cosa espiritualmente gloriosa son los franquistas (sic), que regresan como demonios. ¡Ay, qué niños más malos...!
Creo que sobran mis comentarios sobre el esperpento. En este caso se aplica la Ley de Poe: En ausencia de una indicación que lo aclare, es difícil o imposible distinguir entre una postura ideológica extrema y la parodia de esa misma postura.
Así está el patio.
Así está el patio
Hace uno o dos días, no sé exactamente cuántos, se celebró un debate electoral en Cataluña. Nada raro: hay elecciones. Pero mereció el titular de una noticia en los periódicos que en ese debate en concreto se hablara de asuntos sociales... ¡y no se hablara del prusés! Era un debate de segunda fila, con candidatos de la parte media de la lista, pero, cuentan los periodistas, sólo se habló del problema de la vivienda y se hicieron propuestas para garantizar el derecho a ella. Fin. Dejaron las banderas a un lado y no discutieron de nada más. Esa fijación en los problemas sociales y económicos de los ciudadanos provocó el pasmo y el desconcierto entre los asistentes, que todavía no se han recuperado del susto.
Así está el patio.
Clásicos para la vida
Hace unos años, se publicó el manifiesto de un profesor de literatura italiana de la Universidad de Calabria, Nuccio Ordine, que se tituló La utilidad de lo inútil, que defendía los estudios de Humanidades en el mundo que nos ha tocado vivir. Tuvo mucho éxito y su lectura fue y sigue siendo altamente recomendable. Arropado por el éxito de su manifiesto, el profesor Ordine se ha convertido en una figura conocida, lo que le ha permitido defender sus principios humanistas desde lugares más públicos.
Uno de éstos es el semanario Sette, de Il Corriere della Sera, uno de los periódicos más importantes de Italia. Desde hace unos años, el profesor Ordine publica una columna en este semanario que tiene el siguiente esquema: Un breve texto literario (en versión bilingüe: original y traducida) y un comentario del mismo que apenas ocupa una página. Las más de las veces el comentario nos explica qué quiere decirnos el autor de manera más explícita. Es un ejercicio de comentario de texto que se inició leyendo fragmentos de grandes clásicos a sus alumnos en la universidad, que pese a meterse en carrera de letras apenas habían abierto un libro como Dios manda.
El libro en sí no tiene más interés que la selección de fragmentos escogidos y otro discurso en defensa de las Humanidades a modo de introducción, encendido y apasionado (como no podía ser de otro modo), quizá lo mejor del libro. Los grandes lectores, los que leen a destajo o leen muy bien, tendrán en sus manos un libro agradable y les moverá la curiosidad por ver qué fragmentos habrá escogido el profesor. Los lectores asiduos lo disfrutarán igualmente y es posible que se lleven alguna sorpresa agradable o corran a la librería más cercana. Los lectores ocasionales (a quienes podría dirigirse el profesor Ordine) es posible que abran los ojos y descubran cuántos secretos se ocultan en los libros. Los que no leen, finalmente, como no leerán nada de esto, seguirán en la inopia, qué quieren que les diga.
El sentido de mi voto
Tengo por cierto que el Estado del Bienestar es la más alta cota alcanzada por la civilización y que la política, el gobierno de la república (res publica, aquello que es de todos), ha de ser el territorio de la razón. No la razón de tener razón, sino la Razón, que a veces escriben con mayúscula, lo racional, lo objetivo... Cierto que muchas veces la razón depende de la percepción de las cosas, que la emoción está presente (siempre lo está), pero la racionalidad nos permite superar unos obstáculos y domeñar otros. Al menos, intentarlo, procurarlo.
En la misma línea, abrazo una sociedad abierta (léase a Popper) y justa (léase a Rawls), ilustrada (léase a Kant, por ejemplo) y además, dadas las inclinaciones de mi carácter, liberal en unas cosas (en el sentido clásico del término, no en el económico), moderada en otras y firme en otras más, para que esa sociedad y su gobierno sean de mi agrado y puedan sostenerse. Lo tengo difícil, lo sé, pero es lo que hay. Cada uno tiene su ideal, ¿no?
Por lo tanto, abomino de un gobierno que destruya el Estado del Bienestar y además avive el fuego de los sentimientos para dejar lo racional en un segundo plano, fomentando una sociedad cerrada, maniquea, de buenos y malos (los buenos, los que están conmigo; los malos, el resto), excluyente y supremacista (porque nosotros somos los buenos, no los demás), que no admite matices ni desacuerdos, fuertemente emotiva, mística, sentimentaloide, ¡cursi!... Oh, lectores míos, cursi... Abomino de todo eso con toda mi alma.
Pues eso, eso exactamente, sabotear en lo posible el Estado del Bienestar y fomentar una ideología cerrada y cursi, eso han hecho los tres partidos que han ostentado el poder en Cataluña los últimos siete años: la antigua Convergència, ERC y la CUP.
Me ciño a los hechos. En estos años, la inversión en educación, sanidad pública, servicios sociales o promoción del empleo se han reducido en más de un 26%. (En España, la reducción media por Comunidad Autónoma está entre el 14 y el 15%. Sólo otra Comunidad Autónoma, Castilla-La Mancha, supera el 20% de reducción en estos ámbitos.) Estos recortes salvajes e indiscriminados contaron, al principio, con el apoyo del PP; cuando la antigua Convergència quiso alejarse del PP, ERC ocupó su lugar, sin ninguna manía. La E de Esquerra (izquierda) es, a la vista de los hechos, una exhibición impúdica de cinismo.
También, objetivamente, la inversión pública en infraestructuras casi ha desaparecido. Aunque en parte dependa del Estado, necesita el concurso de la Comunidad Autónoma, y no se ha dado ni se ha querido dar. Algo parecido ocurre con la investigación o la justicia. La estabilidad política... Cinco elecciones en siete años, no creo que haga falta decir más.
Mientras tanto, la mafia convergente (no se me ocurre otra manera de llamarla) ha seguido adelante con sus robos sistemáticos, aprovechando el corrupto sistema clientelar instaurado por el expresidente de Banca Catalana que tantos años se ha ocultado detrás de la ética, la patria y la bandera. En estos años, ERC ha mirado hacia otro lado, añado, y se oponía a cualquier limpieza seria.
Además, son partidos clasistas. La renta media del votante de la CUP es la más alta, con diferencia, con 2.451 euros por votante, seguida de la del votante de la antigua Convergència y la de ERC (la renta media del votante de Junts pel Sí era de 2.344 euros). A una notable distancia están las rentas medias de los votantes del PSC (1.710 euros) o del PP (1.623 euros). Defienden políticas neoliberales, ya lo he dicho, y son clientes habituales de la sanidad privada y las mutuas de seguros, además de gozar de un nivel de formación más alto. Esos son los datos verificables y publicados.
Pero también es algo objetivo que han despertado el odio por el otro en Cataluña, fomentando una ideología pareja a la del Frente Popular francés, el UKIP británico, la Liga Norte italiana, los republicanos alemanes, los nacionalistas neerlandeses... incluso al trumpismo americano. Es decir, un populismo de extrema derecha, con todas las letras. Desgraciadamente, dos millones de catalanes, como tantos millones de franceses, italianos, alemanes, holandeses, austríacos... han escogido esta opción. Europa (Occidente) sufre una grave enfermedad. Quizá el remedio, aparte de político, tenga que ser psicológico.
¿Qué queda por ahí? El Partido Popular, por ejemplo. No les puedo votar, no me alargaré en el porqué, que me parece evidente. Ciudadanos es una versión más neoliberal del Partido Popular, y más populista, que acude a la bandera para arrancar votos de las clases populares. No. ¿Hay algo hacia la izquierda? Los comunes, o como se llamen, que nunca tengo claro ni cómo se llaman ni quiénes son, ni siquiera si son izquierda de verdad o sólo lo aparentan, como la CUP. Se han sacado de encima a la izquierda obrera de toda la vida y optan por un panfilismo ideológico que no es que esté lleno de vaivenes, sino que da bandazos de un sitio al otro, mostrando un discurso falto de coherencia, disperso y a veces estrafalario. También es curioso notar que las encuestas muestran que el votante de esta izquierda piensa una cosa... y sus representantes políticos, otra. Los veo incapaces de gobernar nada, tal cual. Quizá me equivoque, pero esta percepción se acrecienta cada día que pasa.
Queda el PSC. Incorpora a sus filas a políticos del catalanismo rancio; no me hace ninguna gracia. Pero también incorpora pesos pesados de la izquierda dura, obrera, la de toda la vida, la más clásica. Vale, mucho mejor. Ofrece un programa electoral con cara y ojos, algo que no ofrece nadie más. Aunque no le guste, lector, tendrá que reconocerle el mérito, porque es único en profundidad y extensión. Tiene puntos con los que estoy de acuerdo y puntos con los que no; tiene puntos concretos y otros más etéreos; pero, coño, tiene puntos, cosa que los demás, la verdad, no tienen. Ofrece pacto y cooperación y tiende la mano a unos y otros. Es, con diferencia, el que ofrece la forma más racional y quizá también el fondo más coherente. Al menos, exhibe sensatez. Me ha convencido.
No suelo decir nunca lo que voto, pero esta vez lo digo: votaré PSC.
Diplodocus militaris
La Gran Guerra fue traumática. En primer y evidente lugar, por la matanza, la estúpida matanza que se llevó por delante a millones de personas en el infierno de las trincheras. Fue una guerra sucia, inútil, que dejó una huella profundísima en Occidente. La Segunda Guerra Mundial podría interpretarse como una segunda parte de esta matanza, inconclusa.
Pero también fue traumática a otra escala, llamémosla técnica. Las armas automáticas (principalmente, la ametralladora) combinadas con las trincheras y las alambradas, hacían que cualquier avance sobre el enemigo acabara en un atasco y una matanza. Los militares, educados en el élan de otros tiempos, no sabían cómo superar este problema. La ofensive à outrance (ofensiva a ultranza) de los generales franceses provocó una sangría obscena e inútil y lo mismo puede decirse de los demás ejércitos. La tecnología había convertido en obsoleta cualquier técnica militar al uso. Simplemente, los militares no sabían qué hacer para salir del atolladero y sacrificaban a miles de hombres en el altar de la estupidez, por nada.
Sin embargo, algunas mentes pensantes bien pronto comenzaron a buscar soluciones para romper este monumental obstáculo que era una línea de trincheras con alambradas y nidos de ametralladoras. Es ahora cuando comienza la historia del Diplodocus militaris, que responde a una de estas personas, el ingeniero Louis Boirault.
La primera máquina del ingeniero Boirault.
Louis Bourault comenzó a diseñar el Appareil Boirault núm. 1 (el nombre es original, reconozcámoslo) el mismo verano de 1914 y se presentó con sus planos bajo el brazo ante el Ministro de la Guerra francés en diciembre, cuando los frentes ya se habían estancado. Tengo la máquina capaz de abrirse paso entre las alambradas, dijo. El ministro lo miró de arriba abajo y lo envió al despacho de Paul Painlevé, subsecretario de Estado de Invenciones (sic). Ahí explicó Boirault su idea, Painlevé le dio el visto bueno y el 3 de enero de 1915 se dio la orden de fabricar un prototipo del Appareil Boiraulto núm. 1. El 19 del mismo mes, Painlevé creó una comisión para evaluarlo. Tanta celeridad sólo se explica por el apuro del momento, pienso.
Una manera de explicar cómo era la máquina de Boirault.
¿Cómo era el Appareil Boirault núm. 1? A ver cómo les explico... Imagínense una rueda de hámster, con el ratoncito dando vueltas y más vueltas en su interior. Si dejaran esa rueda en el suelo, comenzaría a caminar, impulsada por el hámster, que sigue dentro. Si fuera lo suficientemente grande y pesada, aplastaría todas las alambradas a su paso.
La máquina de Boirault, vista desde delante.
Impresiona, ¿verdad?
A falta de una rueda enorme, Boirault ideó una especie de cadena de seis eslabones de 4 por 3 metros cada uno, una especie de raíles por los que correría el hámster..., perdón, un vehículo (vamos a llamarlo así) propulsado por un motor de gasolina de 80 caballos. Otra manera de verlo o imaginarlo es pensar en un tren que va poniendo la vía por la que circula delante de él a medida que avanza, y retirándola de donde ya ha pasado (para ponerla otra vez delante). No sé si me he explicado bien, pero en las fotografías que adjunto verán el trasto y quizá me comprendan mejor.
La máquina era capaz de abrir caminos entre las alambradas.
Esta especie de oruga era capaz de avanzar a la prodigiosa velocidad de 3 km/h, si todo iba bien y el viento soplaba a favor. Pesaba unas treinta toneladas, medía ocho metros de largo, tres de ancho, cuatro de alto, hacía un ruido de mil demonios y era tripulado por dos hombres que, a buen seguro, pagarían por estar en cualquier otra parte si al enemigo le daba por disparar. La construyeron, la pusieron en marcha, la vieron aplastar alambradas y pasar por encima de trincheras y la comisión del subsecretario Painlevé concluyó que el cachivache era lento, frágil y no puede girar con facilidad (con dificultad creo que tampoco). Pese a las quejas del ingeniero Boirault, el 10 de junio de 1915 el proyecto fue oficialmente abandonado... por Painlevé y su comisión.
¿Creen que Boirault se rindió? Ah, eso es que no lo conocen. Insistió, insistió y volvió a insistir e introdujo mejoras en su prototipo. El Arma de Ingenieros se avino a probar la máquina mejorada el 4 de noviembre de 1915, sin importarle la opinión del subsecretario de Estado de Invenciones y su comisión. Se añadieron nueve toneladas de lastre a la máquina para simular condiciones de combate (¿un blindaje?) y se lanzó contra un obstáculo de ocho metros de ancho lleno de alambre de espino, seguido de un cráter de obús de cinco metros de diámetro y una trinchera de dos metros de ancho, ahí es nada. Lo atravesó todo a la apabullante velocidad de 1,6 km/h.
El siguiente 13 de noviembre se hizo otra prueba con el Appareil Boirault núm. 1 y se comprobo uno de sus puntos débiles: el cambio de rumbo. Pese a las modificaciones introducidas en el aparato, lo de cambiar de dirección era una asignatura pendiente. El cachivache entero tenía que ser levantado por una grúa (exterior) y suspendido en el aire se le hacía girar hasta un máximo de 45º a izquierda o derecha (a babor o estribor, si prefieren). El Arma de Ingenieros rechazó el vehículo para su uso militar por (cito) su visibilidad, ruido, vulnerabilidad, baja velocidad y falta de maniobrabilidad.
No quedó por escrito, pero los militares que lo evaluaron no tardaron en bautizar al Appareil Boirault núm. 1 como Diplodocus militaris, demostrando que serían malos humoristas, pero buenos jueces, en opinión del teniente coronel André Duvignac, historiador. Grande, torpe, pesado... inútil.
La máquina número 2, al fondo. En primer plano, Boirault.
Suponemos que al ingeniero Boirault no le hizo ninguna gracia que se burlaran de su vehículo y no tardó en construir otro, mejor todavía. Esta vez, el compartimento del motor y la tripulación (tres hombres) estaba blindado y se movía por el interior de una oruga formada por seis enormes planchas de acero. Ah, que no se nos olvide: podía girar. Más exactamente, un sistema de dirección le permitía trazar una curva con un radio de 100 metros, que no es mucho girar, pero es girar, al fin y al cabo. Eso sí: rápido, rápido, lo que se dice rápido, el Appareil Boirault núm. 2 no era. Lanzado a todo gas alcanzaba 1 km/h, ahí es nada.
La prueba de la segunda máquina de Boirault, en agosto de 1916.
Como la Subsecretaría de Invenciones y el Arma de Ingenieros ya conocían a Boirault, el ingeniero probó con el Arma de Artillería. El 17 de agosto de 1916 comenzaron las pruebas. El 20 de agosto realizó una gran proeza: avanzó más de 1.500 metros por terreno llano a más o menos 1 km/h; luego atravesó una vía del ferrocarril, se abrió camino por unas alambradas; cruzó una trinchera de 1,5 m de ancho y otra de 1,8 m; luego superó cráteres de dos metros de diámetro... Pero el informe de los artilleros fue demoledor.
Primero, se metieron con su dirección. No es precisa, dijeron. Luego reconocieron sus virtudes: Esta máquina es capaz de aplastar todo lo que le pongan delante, pero no puede afirmarse que sea capaz de enfrentarse adecuadamente a alguna cosa designada como objetivo enemigo, a nada como un blocao o un nido de ametralladoras. En suma, que las pruebas no habían arrojado nada en claro (si podía servir para algo o para nada) y el proyecto fue finalmente abandonado.
Quizá la mejor imagen de la máquina de Boirault núm. 2.
Como se ve, algo impresionante.
Es fácil reírse de las máquinas de Boirault y llamarlas diplodocus militaris, pero se adelantaron más de medio año al que se considera el prototipo del primer tanque moderno, el Little Willie, y demostraron que la solución técnica al problema de la guerra de trincheras pasaba por un navío terrestre, un vehículo acorazado capaz de atravesar esos malditos obstáculos. Mientras Boirault intentaba demostrar que sus vehículos eran capaces de todo eso y más, otros ingenieros franceses e ingleses adaptaban los tractores de orugas a las necesidades militares, y de ese trabajo nacerían los carros de combate que todos conocemos y que acabarían, muchos fracasos más tarde, con la guerra de trincheras.
Patria
Fernando Aramburu es un escritor nacido en San Sebastián que reside en Alemania y tiene un largo currículum de cuentos y novelas. Pero Patria le ha llevado a la fama entre el gran público. Publicada por Tusquets, lleva no sé cuántas reimpresiones (yo he leído un ejemplar de la 20.ª) y un gran éxito de ventas y críticas. También se ha detectado algún crítico descontento (siempre hay alguno), pero las quejas de estos reseñadores gruñones no parece haber tenido mucho efecto sobre el personal. Los lectores valoran muy bien la novela allá donde pueden dar su opinión y el autor se ha llevado a casa el Premio Nacional de Narrativa.
Patria narra la historia de dos familias unidas por una larga amistad en un entorno que fuera rural, que hoy es más industrial y vecino del extrarradio urbano de San Sebastián. Pero el ambiente asfixiante del nacionalismo vasco se deja sentir y acaba por captar al hijo de una de las dos familias, que acaba como miembro de ETA. La otra familia, en cambio, verá como el padre se convierte en un objetivo de los terroristas. El drama está servido y no diré más del argumento.
Hay quien tiene reparos en tratar un tema tan próximo, y no falta quien afirma que el éxito de la novela se debe precisamente a este factor. Muchas personas han afirmado que es el libro que hacía falta para comprender lo sucedido en el País Vasco durante los años del terrorismo y el acoso abertzale y que era, por lo tanto, un libro necesario. No diré que no, porque nos enfrenta a una realidad que queremos dejar atrás, y no debiéramos. Muchos que permanecieron ciegos entonces o que no conocieron esos tiempos tristes pillan ahora Patria y se llevan las manos a la cabeza, que buena falta hace.
Pero, en abstracto, un lector anónimo y extranjero que apenas supiera nada de ETA o del País Vasco leería Patria y se angustiaría o emocionaría como cualquier otro lector, porque la tensión dramática está muy bien tramada y el ritmo que se impone en el relato se mantiene a lo largo de prácticamente todo el texto. En algunos momentos, emociona y conmueve. En otros, conmociona. No deja indiferente, porque el autor sabe narrar. No hay más.
Es una obra coral, donde destaca la fuerza de los personajes femeninos. Alguna voz insinúa... Alto ahí. ¿Son personajes estereotipados? Responden a estereotipos, quién no, como casi todos los personajes de novela famosos, pero lo que importa es que son coherentes consigo mismos y con la historia, que son ricos en matices, que tienen entidad psicológica y la suficiente profundidad dramática como para no ser tópicos. El mismo final de la novela (que no desvelaré) no ha agradado a algunos lectores (a pocos, en verdad), pero es extraordinariamente coherente con la naturaleza de los personajes implicados y a poco que uno piense no podía ser otro.
El autor emplea un lenguaje casi coloquial. Cambia de narrador con frecuencia; ahora emplea un narrador convencional, omniscente, y ahora, sin previo aviso, en la siguiente frase, en el mismo párrafo, la de un narrador protagonista que habla en primera persona, como quien no quiere la cosa. Altera los tiempos verbales con el cambio, y se queda tan contento. La línea temporal del relato va y vuelve del presente al pasado y viceversa. Etcétera. En cualquier otro caso, el resultado sería un desastre. En éste, ¡ojo!, cuenta las cosas y las deja muy bien contadas. El relato fluye con una naturalidad pasmosa y se lee estupendamente bien, y resulta eficacísimo para transmitir emociones y puntos de vista. No hablamos de alta literatura (aunque no sé muy bien qué es eso, ni creo que lo sepa nadie), pero sí que éste es un libro que está muy bien.
Lo recomiendo, no ya por el retrato que hace de una sociedad herida y enferma (que también), sino por sí mismo, por la historia que narra y los personajes que intervienen en ella. Es accesible para toda clase de lectores y es, definitivamente, una buena lectura.
Simpáticos y antipáticos
Recuerdo el placer que me procuraba la lectura, casi compulsiva, de las novelas de Agathe Christie que había publicado la editorial Molino. Solían ser lecturas de verano, que compartía con mi tía, en Sitges, también muy aficionada. Las devoraba, me duraban un visto y no visto. En esa época conocí a Sherlock Holmes, pero apenas atisbé su grandeza. Hércules Poirot (Hercule, si nos ponemos puristas) era entonces mi héroe.
Un héroe extraño. Tenía todos los números para resultar antipático. Era maniático, puntilloso, lucía un bigote untado con pomada, del que se sentía orgullosísimo, era bajito, gordo, tenía cabeza de huevo... Era belga, que no francés (asunto en el que insistía con frecuencia) y ¡caramba! ¡Me caía la mar de bien!
Era un detective infalible que basaba su investigación en la psicología. Las novelas eran todas más o menos iguales (lo que las hace más atractivas, porque el lector pasea por un lugar conocido). Un grupo de personajes, normalmente de la decadente y aburrida alta sociedad, se dan a conocer mientras Poirot anda por ahí y ¡zas! Va y matan a un personaje. Pronto resultará que todos los presentes son una mala pieza, que tienen secretas razones para cometer un asesinato y Poirot, al final, los reunirá a todos en una habitación y después de presumir de lo listo que es señalará al culpable. Fin.
David Suchet, haciendo de Poirot.
En el cine y en la televisión, con magníficos actores como Albert Finney o Peter Ustinov haciendo de él, sin dejarnos los 70 capítulos de la serie de televisión con David Suchet haciendo de un inigualable Poirot, el detective belga siguió cayéndome la mar de bien. Me era simpático.
Margaret Rutherford, haciendo de Miss Marple.
Todo iba bien hasta que tropecé con un personaje adorable, en apariencia, Miss Marple. Una mujer entrada en años, que vive en un pueblecito de la campiña inglesa, una mujer optimista, idealista, soltera, curiosa... una metomentodo, una entrometida insoportable. Porque me cayó del revés sólo conocerla. Fue una reacción visceral, que conservo todavía. No me explico por qué una mujer que lo tiene todo para caer bien acaba cayendo fatal. Misterio. El personaje me sigue cayendo antipático, pasados tantos años, sea en papel, sea en el cine o en la televisión. (Aunque, en honor a la verdad, la Miss Marple de Margaret Rutherford merece un aplauso.) Antipática. ¡Qué le vamos a hacer!
No pido que compartan mi opinión, ni mucho menos. Seguro que ustedes piensan diferente. Sólo quiero manifestar que para gustos, colores, y que nada garantiza a un escritor que su héroe vaya a caer bien o que el previsto canalla acabe siendo un adorable osito. Es muy duro enfrentarse a cosas que escapan de tu control y es algo a tener en cuenta.
Hasta el año que viene (Gran Premio de Abu Dabi 2017)
La puesta de sol de la temporada 2017.
Se acabó la temporada 2017 de Fórmula 1. Mercedes-Benz se ha llevado el gato al agua, también en la última carrera. Los dos Mercedes-Benz ganaron en Abu Dabi (primero el de Bottas) seguidos de Ferrari (Vettel), a considerable distancia, lo que hace fruncir el ceño a algunos seguidores de la Fórmula 1, que se preguntan si el año que viene seguiremos igual. Esperemos que no, pero váyanse a saber.
Se acabaron los logotipos del Santander en Ferrari.
Otra noticia ha sido que el Banco Santander abandona el patrocinio de Ferrari. Dicen los expertos en publicidad que ha sido una de las inversiones publicitarias de mayor rédito vista en los últimos años. Pero a la actual presidente del banco no le gustan los coches (a don Emilio le chiflaban) y no le ha temblado la mano para poner fin al contrato. Hablamos de muchos millones.
Otros nubarrones sobrevuelan la Fórmula 1, y son peores que éste. Un gestor de fondos de inversiones americanos se ha hecho con la Fórmula 1; Ecclestone pasó a la historia. Los americanos quieren eso que llaman una Nascar europea y se rascan la cabeza para ver cómo atraer al público.
La propuesta de la nueva dirección de la F1, ¿va por aquí?
Han comenzado cambiando el logotipo de la Fórmula 1 y amenazan con medidas que no gustan nada en Maranello o en Stuttgart. Por ejemplo, quieren motores con piezas compartidas y un proveedor único para el motor eléctrico. Quieren que los bólidos sean lo más parecido posible entre ellos y eso, ay, va contra el espíritu de la Fórmula 1 de toda la vida, que es su principal virtud y su principal defecto: es una competición de ingenieros. El equipo con un mejor motor, un chasis más eficiente, una aerodinámica más refinada, es el que gana, y la mejor solución, o la más original, es la que juega con ventaja. La tradición de Ferrari en el diseño y construcción de motores y cajas de cambio, por ejemplo, se enfrenta a cara de perro contra esta propuesta. Otras escuderías están en la misma situación. Además, el diseño de estos nuevos motores compartidos costará un dinero que ahora no tienen.
¿Cómo igualar las oportunidades de victoria? Si se hace con coches iguales, matamos el espíritu de la Fórmula 1. Quizá el secreto esté en una regulación de los presupuestos de cada equipo o en el campo contrario, en una liberación de las restricciones técnicas. Gentes que saben más que yo sabrán qué hacer, pero negros nubarrones se ciernen en el horizonte.
La cinta amarilla
Cuando las personas quieren manifestarse suelen emplear símbolos. Uno de ellos es una cinta de un determinado color, que se anuda en alguna parte (en un objeto, alrededor del cuello o de la muñeca, en forma de lazo...), y que, no hay más remedio, ha de ser de un color primario. Porque no va uno por ahí diciendo que la cinta ha de ser del pantone tal y cual, o verde-gris con un tanto por ciento de magenta, otro de añil y una raya de través a un sexto del borde que ocupe un tercio de la superficie de color escarlata, pongamos por caso. No, no, no funciona así. Han de ser de un color básico: blanco o negro, rojo, azul, amarillo, verde, rosa... Si no, estamos apañados.
Últimamente, en Cataluña es frecuente ver cintas amarillas en las solapas de algunos viandantes, o pintadas en el suelo o las paredes. La gente lleva esas cintas para mostrar su apoyo a los miembros del gobierno de la Generalidad de Cataluña y de las asociaciones que prácticamente formaban parte de él, que están en prisión preventiva por orden judicial o huidos de la justicia. Esos personajes hicieron gala, en público y en privado, en repetidas ocasiones, de desobedecer las leyes y pasárselas por el forro. Si merecen o no merecen tal o cual acusación o más o menos pena de prisión, no lo sé yo, porque de leyes sé lo justo, pero que cometieron delito lo veo tan claro como el agua y en consecuencia... Pero, en fin, el asunto está en los tribunales y uno es libre de manifestar su opinión, ¿verdad? Por lo tanto, ahí van las cintas amarillas.
Pero, ojo, a la que uno deja atrás Cataluña, la cinta amarilla tiene otro significado. Mejor dicho, otros, en plural.
Un retrato de Remington, Lieutenant Powhatan H. Clarke, Tenth Cavalry, 1888.
Entonces se popularizó el pañuelo amarillo entre las tropas de caballería de los EE.UU.
El origen de la cinta amarilla está, quién nos lo iba a decir, en el ejército de los EE.UU. Los vivos en el uniforme de la caballería de los EE.UU. (U.S. Cavalry para los amigos) es el amarillo. Su origen se remonta a las cintas de color amarillo que los puritanos se anudaban en el brazo cuando luchaban a las órdenes de Cromwell, en la Guerra Civil inglesa (1642-1651). Muchos puritanos acabaron huyendo de Inglaterra, años después, y siguieron identificándose con la cinta así que se reunían formando milicias, y de ahí el color que pronto se identificó con la caballería.
Una imagen icónica de la película Apocalypse Now.
Robert Duvall hace del teniente coronel William Bill Kilgore, del 7.º de Caballería.
Con el pañuelo amarillo, naturalmente.
Cuando las Guerras Indias, era costumbre en la caballería llevar un pañuelo anudado alrededor del cuello, muy útil para proteger el rostro del polvo, por ejemplo. Las ordenanzas no decían de qué color era o tenía que ser ese pañuelo y los había de todos los colores, a gusto de cada uno. Pero el amarillo iba a juego con el uniforme y a finales del siglo XIX se popularizó la idea de un pañuelo amarillo (que pocos llevaban, en verdad). Hasta tal punto se hizo popular esa idea que ahora el pañuelo amarillo forma parte inseparable del ethos de la caballería de los EE.UU. (que ya no va a caballo). Y de este pañuelo, la cinta amarilla.
No se la pierdan, en serio.
Uno de los himnos de la caballería de los EE.UU. es She Wore a Yellow Ribbon, donde una muchacha lleva un lazo amarillo alrededor del cuello en recuerdo de su amado, que se supone que también lleva un pañuelo amarillo por corbata, uno que anda por ahí a caballo masacrando indios. Es una marcha (o canción) muy pegadiza que inmortalizó John Ford con una película del mismo título (aquí traducida como La Legión Invencible), de 1949, la segunda de su famosa trilogía de la caballería, que ganó un Oscar a la mejor fotografía en color. Si no la han visto, ¡véanla! Vale la pena, en serio.
Cuando estalló la Gran Guerra y los EE.UU. entraron en ella, los estadounidenses llevaban cintas amarillas para honrar a los conciudadanos que estaban en el frente, orgullosos de su sacrificio, esperando que volvieran a casa, como en la canción. Lo mismo hicieron en la Segunda Guerra Mundial y en las que vinieron después. Support Our Troops es el lema que suele acompañar a la cinta. En Canadá, la cinta amarilla también sirvió para honrar al ejército durante la Segunda Guerra Mundial y desde entonces.
La cinta amarilla también se usa para expresar el apoyo al ejército en Alemania, Dinamarca y Suecia (además, en Suecia el amarillo es el color del ejército desde el siglo XVII, lo menos).
Hay que esperar a los años setenta para que la cinta amarilla, hasta el momento reservada para asuntos militares en los países anglosajones, tuviera relación con rehenes o prisioneros civiles. La culpa la tiene un cuento (publicado en 1972 por Reader's Digest) y una canción, Tie a Yellow Ribbon Round the Ole Oak Tree, escrita por Irwin Levine y L. Russell Brown, interpretada desde entonces por muchos cantantes, que fue un rotundo éxito. El cuento va de un convicto que le pide a su amada que coloque una cinta amarilla en un árbol delante de su casa para que él pueda saber cuál es tan pronto lo dejen libre. Por lo visto, ya no se acordaba ni de dónde vivía.
De ahí y de su origen militar viene la asociación de la cinta amarilla con los presos de guerra o los rehenes en manos de terroristas, que, después de su significado militarista puro, es el uso más extendido en los países de habla inglesa (incluyendo algunos asiáticos) desde la crisis de los rehenes en Irán y las operaciones militares en los Balcanes y Oriente Medio, y que supongo (es un suponer) que ha inspirado a mis conciudadanos, aunque la comparación entre los rehenes de un grupo terrorista y la de un preso preventivo en una democracia occidental es odiosa.
En una escuela, la Semana de la Cinta Amarilla, en octubre, a favor de la salud mental.
Pero la cinta amarilla tiene otro significado y éste es universal e institucionalizado. Comenzó en Nueva Zelanda, uno de los países con más suicidios per cápita del mundo, como una campaña de concienciación ciudadana a favor del cuidado de las enfermedades mentales y la prevención del suicidio. Supongo (es un suponer) que estas cintas amarillas no son las que han inspirado a mis conciudadanos, aunque no se descarta. El Día Mundial de la Salud Mental es el 10 de octubre y cuenta con el respaldo de la Organización Mundial de la Salud. Las cintas amarillas asoman entonces por todo el mundo.
Fallecidos en el naufragio de un ferry en Corea del Sur.
La cinta amarilla sería en señal de luto y recuerdo.
En Asia, especialmente, la cinta amarilla se emplea en señal de luto por los fallecidos en una gran catástrofe. En las Filipinas, en China, en Corea, se han llevado cintas amarillas a causa de naufragios o inundaciones con cientos de víctimas.
Hay más cintas amarillas por ahí perdidas, y expondré unas cuantas:
PzKpfw. IV F de la 14.ª División Panzer en Rusia, en 1942.
En el círculo, la insignia del lazo amarillo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la cinta amarilla fue la insignia de la 7.ª División de Cazadores de Montaña de las SS, Prinz Eugen, 1942-1945, culpable de atroces crímenes de guerra en Yugoslavia. También fue una de las insignias de la 14.ª División Panzer, 1940-1945, que fue aniquilada en Stalingrado y reconstruida en 1943.
En Australia, se emplea para mostrar apoyo al cuerpo de bomberos y como símbolo de las campañas de protección de los bosques.
En Hong Kong se emplea para reivindicar el sufragio universal desde que forma parte de China.
En Japón la cinta amarilla es la señal de haber sido honrado por la Medalla de Honor, un equivalente a la Legión de Honor francesa, por ser un modelo de virtudes profesionales para el resto de los japoneses.
En las Filipinas, se asocia con el Partido Liberal de la familia Aquino.
En Singapur, se emplea para apoyar la reinserción de los presos en la sociedad (y no sé si este uso es el que puede haber inspirado a mis conciudadanos).
En los EE.UU., además de honrar al ejército con ella, se emplea para llamar la atención durante la búsqueda de una persona desaparecida (generalmente, niños, adolescentes o ancianos).
En fin, que hay donde escoger.
Lecturas del Quijote
No suelo contar demasiadas cosas sobre mí, pero creo que ésta merecía ser contada un día u otro.
Cuando trabajaba en la Generalidad de Cataluña, cayó en mis manos un ejemplar de bolsillo de El Quijote que la Junta de Castilla-La Mancha había impreso como regalo, celebrando el centenario del libro o algo parecido. Era una versión sencilla, sin notas a pie de página, el texto plano, las cubiertas rústicas sin solapas, de papel de pulpa, muy gordo. Lo descubrí cuando uno de mis antiguos compañeros limpiaba un armario y tiraba a la basura toda clase de folletos y papelotes inútiles.
¿Qué es eso?, pregunté. Un libro, me contestó. ¿Lo tiras? El sujeto en cuestión se lo miró un rato, se encogió de hombros y soltó: Total, es El Quijote..., e hizo el ademán de dejarlo caer en la bolsa de los papelotes. Trae, le dije, y le arrebaté El Quijote de las manos, salvándolo de un indigno final.
Ese libro, rescatado de las garras de la estulticia, formó de ahí en adelante parte de mis cosas y adornó mi mesa mejor que cualquier lujo, y lujo era. En los momentos de zozobra, que no fueron pocos en aquella caverna, echaba mano del libro y lo abría por cualquier página, al azar. Bastaba a veces con un párrafo, pero otras era precisa una página, o alguna más, para liberarme del hastío, el aburrimiento, la ira, la zozobra, el desencanto, habituales en mi puesto de trabajo, que no eran de extrañar considerando que quienes me impartían órdenes no solían ni siquiera leer en pogüerpoin y habían estado a punto de reciclar El Quijote de una vez y para siempre porque, total, era un libro.
Abría sus páginas, decía, y descubría que todavía hay sensatez en el mundo, y mirad que hablo de Alonso Quijano y su criado, Panza. Vuelta la cordura, proseguía con mis trabajos. De tanto en tanto, algún personaje me veía leer El Quijote, fruncía el ceño y decía: ¡Mira que eres raro! Respondía yo: ¿Lo has leído? Ponía el personaje cara de susto. ¡No!, exclamaba. Todavía no sé si les ofendía la pregunta. Tú te lo pierdes, concluía, y quizá leía una frase cervantina en voz alta, que de puro bien escrita era medicina para el alma. Con este truco me saqué a muchos imbéciles de encima.
Cuando me despidieron, hace ya unos años, quise recuperar ese ejemplar de El Quijote. No pude. Ya lo habían tirado a la basura. Sin hacer preguntas, mientras, en otra parte, me comunicaban la noticia.
Ah, mi Quijote... Añoro esa costumbre y la reivindico. No es cierto que un libro te cambie la vida, pero que te ayuda, sí, claro, y mucho. Gracias, Cervantes.
La clase de esgrima
La clase de esgrima (Miekkailija, 2015) es una coproducción finesa, estonia y alemana dirigida por Klaus Härö, con un guión de Anna Heinämaa, interpretada por Märt Avandi, Ursula Ratasepp, etcétera. Estuvo nominada para llevarse un Oscar o un Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa y las críticas la dejan bien, sin llegar a tirar cohetes. Es, en pocas palabras, una película que se deja ver, amable, correcta. Además, va de esgrima, y ahí me han dado.
El argumento se basa (me dicen) en hechos reales. Endel Nelis huye de Leningrado y se instala como profesor de educación física en un pueblecito de Estonia, Haapsalu. El ambiente es agobiante, por varias razones, y no es la menor vivir bajo el régimen de terror de Stalin. De hecho, Nelis intenta pasar desapercibido en Haapsalu porque durante la guerra... No diré más. Pero sí diré que practica la esgrima (tira con florete) y sin querer, como quien dice, acaba dando clase de esgrima a los niños del pueblo, aunque el director del colegio considera que la esgrima es una práctica feudal y, por lo tanto, poco socialista. Ahí germina el drama, y ahora sí que no digo más.
Por si les interesa, la parte de la esgrima está muy bien llevada. Y la consideración poco socialista de la esgrima es real, pero cambió en seguida cuando vieron el éxito de los tiradores húngaros (y socialistas) en los Juegos Olímpicos. La historia de la esgrima en Hungría justo después de la Segunda Guerra Mundial merecería mucho más espacio que éste. Otro día será.
La película vale la pena. En serio. También proporciona material para pensar un poco acerca de la grandísima suerte que tenemos de vivir aquí y ahora y no allí, entonces. Tendríamos que pensárnoslo dos veces antes de mencionar palabras como represión, por ejemplo, visto lo que pasaron (y pasan) gentes menos afortunadas que nosotros.
Siguiendo la lógica
Las cosas tienen su lógica o carecen de ella. Según Marta Rovira, diputada autonómica de ERC, en unas declaraciones a la emisoria de radio RAC 1, recogidas por la agencia EFE, El Gobierno español nos hacía llegar por múltiples vías que, si continuábamos por este camino [declarar la república catalana], habría escenarios de violencia extrema, con muertos en la calle. Añadió la señora que Directamente nos decían esto: que habría sangre y que teníamos que parar porque no dudarían esta vez, y que esta vez no serían pelotas de goma, sino balas. Luego dijo que en un cuartel se habían detectado movimientos de armas (sic). Vaya.
Estremecedor documento gráfico:
Las tropas, listas para el baño de sangre.
Quizá por ello (hipótesis) el señor Puigdemont se sopló el flequillo, alumbró la luz, vio el percal y accedió a convocar elecciones autonómicas, no fuera a intervenir el Gobierno de España a sangre y fuego y se suprimiera la autonomía a cañonazos. Curiosamente, fue la señora Rovira (a gritos, me dicen) la que montó el pollo más considerable para que el señor Puigdemont no convocara elecciones autonómicas y proclamara, en cambio, la república catalana. Tanto se desgañitó ella y tanto se agitó su entorno que el del flequillo se sumó al donde dije digo digo Diego y se proclamó la república catalana... o algo parecido.
¿Hubo violencia? No. No la hubo. ¿Ni siquiera un poquito? Nada. Se proclamó y... Les explicaré. La reacción violenta del Estado fue la siguiente: Hubo un anuncio en el BOE la mañana siguiente y días después, el requerimiento de un par de jueces. Eso de las balas, la sangre y el drama quedó para el cine. En la calle, calma chicha. Fin.
A decir verdad, no hubo violencia, pero tampoco hubo un gran alborozo en la calle, ni una feroz resistencia, nada. Hubo una fiesta en la plaza de Sant Jaume, eso es todo, que se apagó sola al caer la noche y que se celebró toda ella bajo la bandera española, que no dejó de ondear en la sede de la Generalidad de Cataluña todo el rato que duró la juerga. Tocadas las diez, ya se había retirado todo el mundo. Fue muy anodino, lo menos en Barcelona. Si no llega a ser por la televisión o los periódicos, que le sacaban punta al lápiz, ni nos enteramos. Hay más ruido en la calle cuando el Barça gana al Real Madrid (o viceversa) o cuando gana (o pierde) la selección española de fútbol un partido de cuartos de final.
Fíjense el razonamiento que siguió la señora Rovira en su momento más decisivo. Chicos, si proclamamos la república, habrá muertos por la calle, porque tirarán con bala. Por lo tanto, president, proclama la república ahora mismo y venga la violencia. Pero ¡no avises al pueblo de la que se les va a echar encima! Disimula, pon buena cara, déjalos ahí plantados (¡mira qué contentos que están!) y sal por la puerta de atrás. Así se hizo. Lógico, ¿no?
Me ahorraré los comentarios. No quisiera malgastar el verbo.
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