¿Cómo era Caravaggio? Físicamente, quiero decir. Como él mismo se pintó y autorretrató en varios lienzos, ahora joven, ahora adulto, podemos adivinarlo. En la capilla Contarelli de Roma, se pintó huyendo del escenario del martirio de San Mateo, echando la vista hacia atrás con cara de pena. Cuando pintó el prendimiento de Cristo que hoy puede verse en Dublín, se pintó sosteniendo una linterna e iluminando la terrible escena. Hacía años se había pintado como Baco, en el Baco (o Bacchino) malato. Etcétera.
Caravaggio, visto por Ottavio Leoni.
Ottavio fue compañero de juergas del pintor.
Aparte, Ottavio Leoni dibujó el que se considera el retrato más fidedigno de Caravaggio, que se conserva entre otros dibujos del autor en la Biblioteca Marucelliana de Florencia. Es un retrato muy conocido, donde el pintor aparece en su edad adulta, en los treinta y tantos, con bigote y perilla alrededor de unos labios sensuales, el rostro avejentado, quizá cansado, ojos un tanto saltones, grandes cejas peludas, el pelo sucio y desordenado, una expresión entre triste, airada y melancólica (según se mire), que es cosa digna de ver (aunque hubiera sido el retrato de cualquier otra persona). Sabemos que Leoni conoció al de Caravaggio y aunque pintara el retrato incluso después de su muerte (como sostienen algunos), es indudablemente él y así sería, más o menos, porque coincide en lo esencial y en el detalle con los autorretratos que conocemos.
Pero los que se preocupan de estas cosas suelen pasar por alto un retrato contemporáneo que pintó su biógrafo, Giovanni Baglione, con una gran historia detrás.
Hacia 1602, Caravaggio ya había saltado a la fama y asombraba a propios y extraños con su obra. En algunos producía un profundo rechazo y en otros, una desmedida admiración. Baglione era un buen pintor, pero no un genio, y se esforzó mucho por triunfar a lo largo de su vida profesional. Comenzó como manierista y pronto lo vieron medrando en la Academia de San Lucas, el gremio de los pintores, por decirlo así, el nido de los academicistas. Gracias a la política, pero también a sus lienzos, haciendo amigos aquí y allá y recibiendo encargos gracias a ellos, Baglione se permitió triunfar en Roma.
Que un tipo como Caravaggio, que se saltaba todas las convenciones del momento, que vivía de regalo en el palacio Madama del cardenal del Monte y que fuera un reconocido juerguista, un follonero, un tipo de moralidad dudosa, amigo de putas y chaperos, se convirtiera de la noche al día en el pintor mejor pagado de Roma y que él, Baglione, tan obediente y formal, tuviera que ser considerado detrás de él... La verdad, la verdad, no le hizo mucha gracia.
Peor todavía. En secreto, admiraba su obra y la consideraba espléndida. No lo decía en voz alta, pero se descubrió imitando caravaggerías en sus lienzos.
En éstas, a principios de 1602, don Vincenzo Giustiniani tuvo una genial idea. Antes de decir qué idea tuvo, hay que añadir que don Vincenzo tenía mucho dinero (era banquero) e influencia política, que era amigo íntimo del cardenal del Monte y mecenas de muchos artistas. Del Monte y Giustiniani competían por ver quién era el mayor coleccionista de obras de arte en Roma y por los favores de Caravaggio, al que los dos ayudaron y protegieron siempre. Giustiniani, además, era el pagano de la Academia de San Lucas, y cualquier pintor en Roma sabía que, para triunfar, mejor le sería tener a los Giustiniani a favor que en contra.
Giustiniani tuvo la genial idea de enfrentar a la Academia con Caravaggio. Es decir, a Baglione con Caravaggio. El tema, el amor que todo lo puede (amor omnia uincit, o uincit omnia, como prefieran). Es de suponer que el vencedor se llevaría una propina y Baglione vio en ese reto la oportunidad de lucirse ante su principal cliente (y de pasarle la mano por la cara a un Caravaggio cada vez más pendenciero).
Amore sacro e amore profano, de Baglione.
Primera versión, la del concurso.
Baglione puso todo su arte al servicio de un lienzo que tituló Amore sacro e amore profano, que hoy puede verse en el Staatliche Museen de Berlín, porque fue uno de los lienzos de la colección Giustiniani que compró Federico Guillermo III de Prusia un día que le dió por el arte.
Paradójicamente, Baglione intenta deslumbrar a Giustiniani en particular y al público en general con la inspiración de su adversario, Caravaggio. Aplicó la técnica del claroscuro y el amor profano (Cupido) a los pies del amor sacro (un ángel con coraza) es típicamente caravaggesco. Aunque no sea una obra maestra, es un cuadro de mucho mérito.
Aparte de los amores sacro y profano aparece en un segundo plano, de espaldas al público, un personaje terrenal que podría pasar por fauno, por sus orejas puntiagudas. Por tierra, las flechas de Cupido, rotas, y el arco, y Cupido con cara de susto, viéndolas venir. Es un muchachito ya crecidito, no es un querubín, pero su piel es blanca e inmaculada. El ángel, el amor, perdón, victorioso, está desnudo bajo la más rica armadura (a la que le falta toda la parte superior por encima del pecho) y es también un jovencito de largos cabellos ondulados y rostro griego clásico. El amor verdadero puede con los caprichos de la carne, viene a decir Baglione (diciendo lo que se esperaba que cualquiera dijera en tiempos de Contrarreforma).
Amor omnia uincit, de Caravaggio.
Cuando Caravaggio descubrió su Amor omnia uincit, se quedaron todos de una pieza. Porque en efecto, hubiera vencido sobre cualquier otro lienzo. Hoy se conserva junto al Amor sacro y amor profano de Baglione, en el mismo museo de Berlín y por las mismas razones. Dicen que se convirtió en la pieza más estimada de don Vincenzo, que la tenía tapada con una tela y sólo la enseñaba a unos pocos elegidos porque decía que si el visitante la veía al entrar a su colección, no vería ningún otro cuadro.
A título personal, cuando me enfrenté a esta obra en la Mostra romana de 2010, quedé absolutamente fascinado. ¡Tantas veces la había visto en fotografías...! ¡Nada! ¡Como si no la hubiera visto! Fue verla y no poder apartar la vista de ella, asombrado, consternado, sin saber qué decir. Creo que es uno de los cuadros que más impresión me ha causado nunca y comprendo todas las precauciones de don Vincenzo para no dejarlo ver al primero que pasase por su casa.
Es un cuadro obsceno, el desnudo frontal de un muchacho (seguramente, el que luego sería el Cecco di Caravaggio) que parece que está pedo (ebrio), y seguramente lo estaría (el cuadro se pintó en invierno, hacía frío y el vino ayuda a calentarse, ¿no?). No es un amor divino, sino un tunante callejero, que no es adulto, pero casi, que pisotea sin cuidado las artes, las ciencias, mostrándose triunfante sobre cualquier obra del intelecto humano, triunfante absoluto y sin remedio.
Descarado, lascivo, es todo, absolutamente todo lo contrario del amor que pinta Baglione, de los dos amores que pinta. Y con esa inocencia tan cruel con la que pisa instrumentos musicales, partituras, corazas, orbes, escuadras y demás, con esa inconsciencia tan brutal, pasa por encima de la obra de Baglione y vence, vence irremisiblemente, obligatoriamente, sin remedio, sin discusión.
Hagan la prueba y pongan un cuadro al lado del otro. No hace falta que entiendan de pintura, que lo verán con sus propios ojos.
Caravaggio recibió 300 escudos de don Vincenzo (¡una millonada!). No cobró más por pintar toda la capilla Contarelli y se consolidó, una vez más, como el artista mejor pagado de Italia.
A Baglione le pilló una rabieta de padre y señor mío. Su derrota había sido completa, monumental. Apabullado y aplastado por una obra maestra, se tuvo que tragar el orgullo y la bilis, que de tanta envidia que le vino se le agrió el carácter. Furioso, con la ira de quien se ve superado por un imbécil, Baglione declaró la guerra a Caravaggio y lo hizo volviendo a pintar Amore sacro e amore profano.
El amor sacro, el profano... ¡y el demonio de Caravaggio!
La venganza de Baglione.
La copia, que hoy puede verse en la Galleria Nazionale di Arte Antica del Palazzo Barberini en Roma, es la misma en cuanto a la forma y el contenido. El amor profano es prácticamente idéntico, sólo que esta vez sostiene una flecha rota con la mano derecha. Nada, un detalle. El amor sacro lleva un peto, pero ahora muestra la pierna blanca y desnuda, se ha desprendido de su brillante armadura. Es el mismo modelo, se mantiene en la misma posición... Pero ¡fíjense en el fauno!
Quien antes volvía la espalda al público, ahora se da la vuelta y contempla la victoria del amor sacro con espanto. ¡Quizá sea ése su destino! Y no esperamos otro, porque es un personaje grotesco, seguramente malvado, en cualquier caso rastrero y villano. Es un demonio. Es... ¿No adivinan quién es? ¡Es Caravaggio!
Esos ojos saltones, esas cejas, la nariz ancha, los gruesos labios... Es él.
Pues éste, damas y caballeros, es el único retrato contemporáneo de Caravaggio que se conoce, pintado al momento. ¡Y vaya retrato!
Si hasta el momento se habían respetado el uno al otro, a partir de entonces comenzaron a buscarse las cosquillas. Ese mismo año, 1603, Baglione pintó una Resurrección en la Iglesia de los Jesuitas (Chiesa del Gesù), que le salió rana, a decir de todo el mundo. No se conserva, se perdió en algún momento de la historia. Pero sí se conservan unos versos que celebran el lienzo. Comenzaron a circular bien pronto e iban sobre Giovan Coglione (por Baglione, y por cojones), y no hace falta que entre en los detalles. A Baglione le faltó tiempo para denunciar a Caravaggio y sus amigotes Orazio Gentileschi, Ottavio Leoni (el mismo que lo retrató) y Onorio Longhi, arquitecto, por difamación. Caravaggio tuvo la caradura de elogiar la pintura de Baglione ante el tribunal (imagino las risas).
Baglione ganó el juicio, pero ya se había convertido en el hazmerreír de Roma. Abandonó cualquier rastro de caravaggismo en sus cuadros y regresó al academicismo puro, resentido y doblegado. Muchos años después, muerto el de Caravaggio hacía ya tiempo, Baglione escribió su biografía. Hay que reconocer que, pese a todo, no abusó del poder del biógrafo y mantuvo una cierta ecuanimidad en el relato. Dejó escapar alguna, pero visto el percal, más vale perdonársela.