Hace días, un buen amigo mío me anunció que iba a pasar una semana en la Toscana, en una villa, invitados por no sé quién (tampoco viene al caso). Inmediatamente, me carcomió la envidia y con apenas un hálito de voz biliosa (los celos...) le pregunté qué pensaba hacer por ahí. Me dijo que iba a invertir un par de días en visitar Florencia, quizá un poco más, y que luego visitaría Siena. De hecho, quería pedirme consejo. Se lo dí, muy emocionado.
Luego, partió.
Cada vez que un servidor habla de Florencia, asoman las lágrimas a sus ojos, pues la tengo por una de las ciudades más bellas del orbe. Ahí he pillado yo verdaderos empachos de arte (de Arte, perdón) y me he dejado arrastrar por la belleza como el Arno arrastra las aguas hacia el mar. Mi entusiasmo se comprende por esa ligazón emocional que da haber pasado ahí algunas de las horas más felices de mi vida.
De ahí mi interés por conocer la opinión de mi amigo a la vuelta de su viaje, que sólo verme maldijo Florencia. Fea, fea, muy fea, y sucia, muy sucia, llena de gente, calurosa, muy calurosa... Yo ya le había advertido de los inconvenientes de Florencia en julio: turistas, turistas, más turistas y mucho calor.
Cuando me había dicho que su intención era conducir por Italia, me había llevado las manos a la cabeza. Mi amigo, tan señor en el conducir, no ve más allá de un cambio automático y una autovía castellana, amplia y vacía, siempre al volante de un sedán de buen tamaño. Te va a dar algo si conduces en Italia, le había advertido. Acerté.
Su viaje comenzó con el trayecto por carretera del aeropuerto a la villa en cuestión. En vez de viajar treinta kilómetros en línea más o menos recta, viajó más de cien dando vueltas y revueltas y no disfrutó del paisaje. Se perdió (y eso que le advirtieron en la agencia de alquiler de automóviles para que se llevara un GPS). Dos horas tardó en dar con un pueblecito que nunca supo dónde estaba. Ni ahora, cuando le pregunto.
La personificación del Enemigo, en la mente de mi amigo viajero.
Peor todavía, en los días siguientes, cuando viajó con sus amigos, su mujer, su niño, en un convoy formado por tres coches, se sintió acosado (sic) por los automovilistas italianos y su particular manera de conducir, por las carreteras de la Toscana (estrechas, sin arcenes y mal asfaltadas) y por el aparente descuido con el que los italianos tratan a sus coches pequeños. Mira que te lo dije... Pero él, entre furioso y asustado, todavía se altera cuando oye las palabras Fiat Panda. ¡Son un pueblo bárbaro!, se irrita todavía. ¡Brutos, bestias!
Los Uffizi, a rebosar de gente.
En Florencia le dió un soponcio. Literalmente. Le recomendé la Galleria degli Uffizi, cómo no, donde pilló un ataque de nervios. La gente, la gente, tanta gente, tan maleducada, dando empujones... Como no es muy ducho en las cosas del arte (del Arte, perdón) y viajaba en grupo, los cartelitos que anunciaban las obras le parecieron insuficientes, porque no explicaban nada, y la disposición del museo le pareció no mala, sino malísima. Se perdió algunas grandes obras, o las vió y no se enteró, y hasta tuvo sus palabras con un turista francés aficionado a dar empujones. Le dió un flato nervioso y salió de ahí irritado es poco. ¡Parecía la Sagrada Familia!, se queja todavía (es de Barcelona).
A los Uffizi hay que ir estudiado, le dije, con la guía comprada y leída antes de entrar, y a ser posible fuera de temporada alta. Lo mismo sucede en el Louvre, que a poco que se acerca uno a la Gioconda penetra en lo peor de la muchedumbre. Pero él, la verdad, no vió nada y disfrutó menos. Aunque a él le parezca que no, le comprendo. Pero considera (y no hay quien le saque de ahí) que es uno de los peores museos que ha conocido en su vida.
Los calores del verano y la muchedumbre de turistas.
La tormenta perfecta.
¡Hay que pagar para todo!, se queja todavía. No se sacó la Firenze Card y no visitó ni la Santa Croce, ni Santa Maria Novella, ni la Academia, ni San Marco, ni el Palazzo Pitti, ni... Nada. En parte, normal, que sólo tenía un par de días, pero es que no visitó nada.
Incluso en medio del horror, surge la belleza.
Nada, nada... No. Recordó que le había mencionado el Bargello, uno de los más bellos museos de Florencia, que no suele recibir muchas visitas. Allá fue y gracias a Dios (¡gracias!) se dejó impresionar por el Davide de Donatello. El de bronce, no el de mármol. Quedó fascinado y no para de hablar de ese muchachito esculpido con tanta gracia. A su hijo, videojugador compulso, el Davide le pareció... Bueno, no les digo lo que le pareció.
Comió así asá. Estuvo tentado a comer en un chino (peccato!). Se perdió los puestos callejeros de tripería o embutidos, la porchetta y otras maravillas. El bistecco alla fiorentina pensado para turistas no le provocó tanta emoción como los cochinillos de Segovia (eso lo comprendo) y su afición por comer en un restaurante con mantel, cuchillo, tenedor, largas sobremesas y cierta categoría lo alejó de la gastronomía más divertida. Además, como no es aficionado a los helados... (doppio peccato!). En fin, un desastre. ¡Menos mal que le gustó el caffè!
Visitó Siena y le gustó (normal). En parte, porque había muchos menos turistas. Le fascinó su catedral y luego, buscando dónde comer, dió con un local que le pareció muy señor, a su medida, en la mismísima Piazza del Campo di Siena, donde, cuando le pasaron la factura, le robaron todo menos los calzoncillos, hecho que su señora insiste en recordar (y recriminarme a mí, cuando me ve). Pero, hijo, cómo se te ocurre..., me defiendo, inútilmente. Él no responde, por no iniciar una escena con su señora, que no me quita los ojos de encima, hostil.
En fin... Supongo que si Stendhal se levantara de su tumba y visitara hoy la Santa Croce, se volvía corriendo por donde había venido y el síndrome de Stendhal sería otro.
Pero qué pena, me digo, qué pena.
A mí me ocurrió lo mismo el año pasado. Había estado en Florencia muchas otras veces. siempre un placer, el Renacimiento me inundaba. Ahora todo es masificación y suciedad, colas por todas partes, la entrada a los museos es una odisea. Los porches de gli Innocenti con latas de cerveza por el suelo, Santa Croce, il Duomo, los Uffici, la Academia, todo llenísimo, convertido en un parque temático... una pena.
ResponderEliminarEstoy decepcionado, creo que "ora tutto è perdutto", renuncio a esta Florencia que tanto he amado y me quedo con el recuerdo de aquel quattrocento que me ha proporcionado los momentos de mayor placer estético.
Un saludo