Cuando uno tiene que escribir una historia de la filosofía (como ésta, o como cualquier otra), tiene que dejar muchas cosas en el tintero. No en vano, sería más propio hablar de la historia del pensamiento humano que no de la historia de la filosofía, y ya se sabe que mucha gente, todo el tiempo, tiene alguna ocurrencia (y rara vez sensata). Por lo tanto, alguna de esas personas tan ingeniosas tendrá que quedarse fuera.
El tal Gorgias, sofista.
En mi libro, uno de los filósofos que se quedó sin página es un sofista, Gorgias, que quizá habría merecido más suerte. Gorgias era Gorgias de Leontinos, aunque en algún examen de filosofía se ha afirmado que era Gorgias de Leotardos (qué disparate). Pero, no, era de Leontinos. Nació hacia el 485 aC en esa ciudad de la Magna Grecia, que es, para los no iniciados, Sicilia. Aquí comienza el cuento.
Gorgias se vendía muy bien y aseguró haber sido discípulo de Empédocles, un filósofo de gran fama (aunque más loco que una cabra). Lejos de arrojarse al cráter de un volcán, como su maestro, Gorgias viajó mucho, mucho, y no paró de hablar durante todo el rato. Hablar era lo que le iba y se convirtió en un grandísimo orador y maestro de retórica. Se ganaba la vida dando clases de retórica a quien quisiera pagarle por ellas y no tenía manías. Yo no te enseñaré a ser virtuoso, decía, pero sí a engañar a tu auditorio, que para eso me pagas. Es, a todos los efectos, un sofista comme il faut, el estereotipo del sofista griego.
Su fama alcanzó su cénit cuando hizo de embajador de Leontinos en Atenas y sacó provecho de su labia, dándole vueltas a todo y causando una gran impresión entre los atenienses. ¡Cómo habla Gorgias!, exclamaban. ¡Tiene un pico de oro! A tanto llegó su maestría que los grandes hombres de su época hicieron cola para tomar sus lecciones. Entre sus alumnos destacan Tucídides, el historiador, Agatón, el poeta, Isócrates, Critias o el mismísimo Alcibíades.
Señalo que la mayoría de esos personajes aparecen en El banquete o en otros Diálogos de Platón, como cualquiera sabe, y que también habían tomado lecciones de Sócrates, que defendía unas ideas morales en las antípodas de las ideas morales de Gorgias. Quizá por eso mismo, porque le birlaba los alumnos y decía que no a lo que él decía que sí, Platón recela de Gorgias y le dedica un diálogo en el que lo pone patas arriba. La imagen que tenemos de Gorgias (y de todos los sofistas) es la que nos proporciona Platón, y si algo cabe decir es que sutil, lo que es sutil, Platón no era.
Gorgias haciendo las veces de embajador.
(Y si no él, cualquier otro.)
Gorgias, ya lo he dicho, tenía el don de la palabra. Una de sus principales aficiones era presentarse en el ágora cuando había una asamblea. Se ponía de parte de unos, pedía la palabra y en un pispás convencía a todo el mundo de lo justa y necesaria que era su postura. Cuando los tenía a todos en el bolsillo, volvía a pedir la palabra y defendía entonces la postura contraria, volviendo a convencer de nuevo a todo el público. Después de marear la perdiz llevando al público donde quería, convenciéndole de una cosa y la contraria, se retiraba tan contento y al día siguiente no le faltaban alumnos en clase.
Sin embargo, me quedo con una de sus lecciones, que también despertó la admiración del mismísimo Platón. Gorgias sostenía la teoría de que no existía nada (repito, nada) y la defendía con argumentos irrebatibles. Irrebatibles porque, después de haberlo hecho, pedía al público que intentara demostrar que cualquiera de sus afirmaciones era falsa, y se dice que el público no podía hacerlo. Suerte que Aristóteles asentó, años después, la lógica y de ser nada hemos pasado a ser alguna cosa.