Slow Food, una sociedad ecogastronómica (sic), ha lanzado la campaña Apadrina una cabra, para recuperar una especie autóctona, la cabra catalana. El proyecto cuenta con el apoyo del Ministerio de Medio Ambiente, que aportará cerca de 30.000 euros al año los dos primeros años, pero Slow Food asegura que esta aportación no cubre la mitad de los gastos, así que intentarán que los internautas apadrinen a una cabra y aporten el resto del capital necesario para tirar adelante el proyecto.
Más tarde, estudiarán la posibilidad de hacer queso de cabra catalana, aunque, consultadas algunas fuentes del sector, la explotación quesera de la cabra catalana no tiene demasiado sentido, habiendo cabras que rinden mucho más en su producción lechera. Sin embargo, la cabra catalana puede ser utilizada para limpiar el sotobosque, puesto que se alimenta de prácticamente cualquier hierbajo.
Yo sé algo de cabrones, por tener que tratar con algunos, pero de cabras, bien poco, la verdad. Por eso me asombró saber que existía, o todavía existe, una cabra catalana. ¿Qué diferencía la cabra catalana de otras cabras? A decir de los entendidos, algo sutil en extremo: en vez de balar béee..., bala bèee... La posición de la tilde, inclinada hacia el otro lado, indica una fonética distintiva propia de esta especie.
Cuentan que la cabra catalana se menciona como tal por primera vez en el siglo XIV. Es una cabra doméstica, montaraz, de tamaño más que mediano, orejas caídas hacia delante y cuernos que apuntan hacia atrás, que abundaba en la Cataluña inculta (en el sentido clásico del término, rústica), en ese paisaje agreste y despoblado, mayormente leridano, dedicado a la explotación ovina y poco más.
Pero llegaron otras especies de cabra: la serrana, la murciano-granadina, la malagueña, la alpina... que daban más leche y más cabritos, y la cabra catalana, por mucho empeño que puso, no pudo competir con las recién llegadas. Poco a poco se abandonó la cría de la cabra catalana y se dio por perdida y extinguida en 2005. Añado que entonces nadie lamentó la pérdida ni movió un dedo para evitarla.
De repente, se descubre que don Antoni Pellisser, un ganadero que apacentaba un rebaño de cabras en la pedanía de Sant Salvador de Toló, tocando a la sierra del Montsec, allá por el quinto pino, todavía poseía una cuarentena de cabras catalanas. Esas cuarenta son las pocas que quedan de un rebaño original de setecientas o más, de las que el señor Pellisser se ha ido desprendiendo los últimos años, sin saber lo que estaba haciendo.
A Dios gracias, Slow Food supo reconocer a esas últimas cabras catalanas en 2008 y se ha apresurado a hacerse con veintidós ejemplares de cabra catalana del rebaño del señor Pellisser, las que parecen más aptas para reproducirse y con muchos trabajos, las ha trasladado a Vilanova de Meià, en la comarca de la Noguera, donde intentarán lo dicho: recuperar la especie.
Malas lenguas aseguran que a estas cabras no se les ha practicado un análisis de ADN y que, siendo puñeteros, Slow Food no puede asegurar que sean cabras catalanas puras, y que podrían llevar consigo genes de cabras inmigrantes. Son ganas de fastidiar y las cabras, ofendidas, se han negado a responder la cuestión, mientras que don Gerard Batalla, que es el portavoz de Slow Food, asegura que las cabras encontradas no se han mezclado con otras variedades, y esto permite recuperar tanto la raza como la cultura asociada (sic).
Si quieren saber más, pueden acudir el día 30 de este mes a Vilanova de Meià, donde Slow Food prepara una jornada sobre La recuperación de la cabra catalana y sabremos un poco más acerca de su cultura y sus costumbres. Las de la cabra, quiero decir.