Recuerdo el significado de popovismo, que es la manía de las naciones de atribuirse el mérito de algún invento, algún descubrimiento, algún avance de cualquier tipo; en su defecto, la constatación de haber sido imprescindibles para que fuera posible, de haberlo inspirado, de haberlo perfeccionado, incluso de hacerlo mejor que las demás. El popovismo cae con facilidad en el ridículo, pero los nacional-popovistas no suelen ser conscientes de su propio esperpento. Son tantas las pruebas, y tan evidentes, que no sigo por aquí.
La Fardier Grandeur Nature original, en París.
Fíjense qué bien conservada.
El popovismo francés (y belga) afirma que el primer vehículo automóvil fue el carruaje de Cugnot. Éste, Nicolas-Joseph Cugnot, era un ingeniero militar muy ducho en artillería y fortificaciones. En pocas palabras, pertenecía a la élite formada en la ciencia, la matemática y la geometría de aquel entonces. Pues, como iba diciendo, Cugnot ideó un carruaje capaz de moverse sin caballos, impulsado por un motor de vapor. Estos motores eran lo último de lo último en tecnología, recién perfeccionados por Papin o Watt, especialmente en Inglaterra. Que Cugnot prestase atención a semejante máquina indica que los ingenieros militares no eran simplemente soldados en la Europa del siglo XVIII.
Hacia 1769, Cugnot mostró su primer carruaje automóvil al público, en Bruselas. Eran un modelo reducido de su gran idea. Se movió durante doce minutos a unos 4 km/h (chuf, chuf, chuf). Era un triciclo capaz de transportar a cuatro personas a bordo e impresionó mucho al duque y marqués de Choiseul, que entonces era ministro del rey de Francia (Secretario de Estado de Guerra, en puridad). Cugnot y el ministro habían hablado de esa máquina, el ministro había permitido el experimento y al ver el carricoche automóvil se emocionó.
Una reproducción de la máquina de Cugnot.
Fíjense que lleva un cañón de 12 libras atado al chasis.
El chófer va disfrazado de artillero.
El ministro pensó que tal cachivache podría servir para arrastrar las piezas de artillería del novísimo sistema Gribeauval que estaba gestándose a sus órdenes. El primer sistema estandarizado de artillería de la historia ¡movido por máquinas automóviles! Era demasiado bonito para dejar pasar esa oportunidad. El ministro mostró ser un visionario y no ahorró facilidades a Cugnot.
Cugnot recibió toda clase de ayudas y trabajó con los artilleros. Con el mismo Gribeauval, si nos ponemos. De hecho, las mismas máquinas y los mismos talleres que perforaban el ánima de los cañones de bronce de 4, 8 y 12 libras se emplearon en la construcción de las bombas (los pistones y cilindros) en el Arsenal de Estrasburgo. Aunque éste era un prototipo, se construyó pensando también en su estandarización y producción en serie (si puede llamársela así). La máquina compartía piezas con los armones y las cureñas de artillería del sistema Gribeauval, las ruedas y la tornillería. Su Fardier à vapeur, o simplemente La Fardier, es un hito en la historia del automóvil (y de la mecánica).
Otra reproducción de La Fardier.
Chuf, chuf, chuf.
El modelo mejorado se exhibió en París. Se escogió el Campo de Marte para que hiciera su entrada triunfal (chuf, chuf, chuf) y fue recibido por un numeroso grupo de militares y tantísimos curiosos con muchos aplausos. Así, en noviembre de 1770, La Fardier Grandeur Nature (el modelo grande, qué bonito dicho en francés) comenzó una serie de pruebas intensivas en Vanves, al sudoeste de París, donde corría arriba y abajo por los caminos (chuf, chuf, chuf).
La Fardier Grandeur Nature era un cacharro impresionante. Medía 7,25 m de largo y 2,19 m de ancho; pesaba 2.800 kg y se decía que su motor podía mover hasta 8.000 kg. En pocas palabras, era muy capaz de arrastrar un cañón de 12 libras, el armón con la munición y los artilleros, todos a la vez. Gribeauval en persona siguió de cerca el desarrollo del proyecto, exigiendo la máxima fiabilidad y estandarización de todas las partes, con la cabeza puesta en sus cañones.
Una reproducción del famoso tractor de artillería de Cugnot.
La marmite (la marmita o caldera, que diríamos hoy) medía 1,5 m de diámetro. El vehículo era un triciclo de tracción delantera. La marmita por delante, el motor, el chásis (no había carrocería), donde había un asiento y un volante-palanca para el conductor, y la plataforma de carga. Este prototipo costó al ministerio la broma de 20.000 libras. Hay quien dice que equivaldrían a 200.000 euros de hoy en día. Quizá sea más dinero.
Escalofriante imagen del primer accidente de automóvil de la historia.
El interés del ministro era auténtico y muchos militares aplaudían la idea. Pero La Fardier no era perfecta. Era, quizá, demasiado larga y además giraba mal y por eso se estrelló contra un muro a la impresionante velocidad de 4 km/h a las afueras de Vanves, hacia finales de noviembre de 1770 (chuf, chuf, chuf, ¡cras!). Es, que se sepa, el primer accidente de automóvil de la historia, pero no hubo víctimas más allá del susto. Abollada, La Fardier Grandeur Nature fue reparada y perfeccionada y siguió corriendo por los caminos (chuf, chuf, chuf) hasta que...
En fin, la política. El ministro Choiseul cayó en desgracia y le sucedió un ministro conservador, en 1771. Éste no supo ver nada interesante en la máquina, suprimió la subvención y La Fardier fue a parar al depósito del Arsenal. Cugnot ganó una medalla y una recompensa, pero ahí se acabó el primer tractor de artillería a vapor de la historia. Así que Cugnot prosiguió con sus tratados sobre fortificaciones, frustrado el vehículo automóvil, y así pasó el tiempo, hasta que se le echó encima la Revolución Francesa. Perdió todos sus ahorros, tuvo que abandonar París, se refugió en Bruselas. Le fueron mal las cosas.
Pero la máquina no murió. Roland, un comisario general de artillería, propuso restaurar La Fardier. La había descubierto en el Arsenal, en sorprendente buen estado. Se le ocurrió acudir a un general llamado Bonaparte, que entonces preparaba una expedición a Egipto. Tan ocupado estaba con Oriente el tal Bonaparte que no prestó atención a la máquina. Su principal objeción fue que no podía llevarse La Fardier a Egipto porque ahí no había ni leña ni carbón para alimentarla y Roland, frustrado, llevó La Fardier a la abadía de Saint-Martin-des-Champs, que luego sería el Conservatoire National (o Musée) d'Arts et Métiers. ¡Ahí sigue todavía!
Antigua ilustración que muestra La Fardier de Cugnot en el museo donde sigue exhibiéndose hoy en día. La verdad es que su conservación durante dos siglos y medio es casi milagrosa.
Bonaparte no se olvidó de Cugnot. Siendo Cónsul, en 1800 le concedió una pensión de la que pudo seguir viviendo hasta que murió sin hijos y modestamente en 1804. Su máquina permaneció en la abadía y allá aguantó años y años. De hecho, ahí sigue exponiéndose, en un estado de conservación que sigue produciendo asombro.
Pero hablábamos del popovismo. Ante la máquina de Cugnot, todo son envidias. Los italianos esgrimen (cómo no) a Leonardo da Vinci y a un tal Giovanni Branca, que, dicen, inspiró a Newton, y entran los británicos en escena, diciendo que Newton sí que sabía lo que tenía entre manos, no Branca, y que de Newton a Newcomen, y de éste a Watt, un paso, y sin Watt, Cugnot queda en nada. Pero los franceses contraatacan con Papin, que fue el primero en propulsar un vehículo (una barca) con vapor, antes de Watt, hasta que salen los holandeses (Holanda, quién nos lo iba a decir) y aseguran que un jesuita holandés de misión en China (sic), un tal Verbiest, concibió el primer vehículo automóvil propulsado por ¡una turbina de vapor! Hasta que viene un griego, alza la mano y pide la vez, recordando a Herón de Alejandría... Pero eso ¿no está en Egipto? Faltan los catalanes, que aseguran que Leonardo era catalán y ya puestos, los demás, también, pero no hay quien tome en serio al Institut Nova Història y ésta es ya, como ven, otra guerra en la que hoy no pienso entrar.