El abajo firmante


Queridos lectores míos:

Os anuncio la publicación de un nuevo artículo en Metrópoli Abierta. Se titula El abajo firmante y denuncia que mientras nos entretenemos con tonterías, las cosas importantes pasan a un segundo o tercer plano, donde se resuelven (cuando se resuelven) de la peor manera posible. Quizá no estén de acuerdo conmigo, pero yo lo dejo dicho y allá cada uno.

Les petits soldats de Strasbourg (5/5)


He citado algunas de las colecciones clásicas, como la de Boersch o la de Würtz, pero hay más. Algunas, muy importantes.

2.º Regimiento de Lanceros de la Guardia Imperial.

Tenemos que hablar de la colección creada por Gustave Adolphe Henri Silbermann (1801-1870). Su mérito es haber sido el primer editor-impresor en haber hecho grandes tiradas de sus soldaditos de papel. Con una novedad, además. Silbermann había desarrollado un proceso industrial para poder imprimir sus soldaditos ya coloreados con pintura al óleo. ¡Qué gran novedad!

Silbermann comenzó la aventura de los soldaditos en 1845, en plena resurrección y reivindicación de la época napoleónica en Francia. Por eso, sus primeras láminas fueron napoleónicas. Pronto se adaptó a los tiempos, imprimiendo láminas de soldaditos de la Segunda República y del Segundo Imperio. Las vendía como churros, tanto en color como en blanco y negro. Pero cerró el negocio cuando murió y los prusianos entraron en la ciudad, no sé en qué orden.

Otro caso de colección perdida en manos privadas, y muy interesante, es la del impresor F. J. Schmidt (1796-1871). Entre 1815 y 1860 reunió unas 4.300 figuras, casi todas de soldaditos del Primer Imperio. En 1972, se vendieron todas en una subasta y váyanse a saber por dónde están repartidas.

Hay más impresores famosos, como Henri Gainier-Tanconville (1845-1936), que trabajó mano a mano con un historiador de Estrasburgo, Frédéric Piton, o Jules Antoine Maillot, que murió en 1893. En ambos casos, los impresores tenían una relación directa con el ejército (ambos fueron oficiales de la Guardia Nacional) y antepasados (abuelos o bisabuelos) que habían servido a las órdenes de Napoleón.

Los editores-impresores de soldaditos de Estrasburgo también dedicaron algunas colecciones a los soldados del Segundo Imperio. Ésta parece una de las láminas de Silbermann.

Etcétera, porque es una historia que no tiene fin. Podríamos hablar de los cromos de soldaditos de la Gran Guerra, por ejemplo, pero eso será otro día y ya no hablaríamos de los soldaditos de Estrasburgo.

Soldaditos de papel en el Museo de Estrasburgo.
Por fin han apreciado el valor de estas figuritas.

Lo cierto es que las colecciones de soldaditos de papel ya no se subastan tan fácilmente. En el Museo de la Ciudad, en Estrasburgo, conservan miles de estos soldaditos en su fondo, aunque exhiben unos pocos. La escabechina de las subastas ha hecho mucho daño al romper algunas colecciones que estaban al completo y se han dado cuenta un poco tarde de la riqueza que tenían entre manos. 

Pero también hay que decir que es una obra de arte menor y de gran interés histórico que está al alcance de muchos coleccionistas, que sabrán apreciarla. Me encantaría tener uno de los húsares de Würtz, por ejemplo. Sería un aficionado felicísimo.

Les petits soldats de Strasbourg (4/5)


Suboficial del 5.º de Húsares de la colección Würtz, en una de las vitrinas del Museo del Ejército, en los Inválidos, París. (Fotografía del autor, in situ).

Cuando visité el Museo de los Inválidos, en París, visité la sala des petits soldats (de los soldaditos). Había soldaditos de plomo y estaño, de los que llaman planos y de los que tienen relieve, del siglo XIX y de hace bien poco, pero también estaban, ocupando una gran vitrina, los petits soldats de Strasbourg de la colección Würtz. Quedé maravillado. Y de ahí, de ver esos soldaditos de papel mostrando los colores de los doce regimientos de húsares de la Grande Armée o de los diferentes regimientos a pie o a caballo de la Guardia Imperial, salen estas entradas en El cuaderno de Luis.


Arriba, las diferentes formaciones de la Guardia Imperial.
Abajo, los doce regimientos de húsares de la Grande Armée.
Parte de la colección Würtz expuesta en el Museo del Ejército, en los Inválidos, París.
(Fotografías del autor, in situ).

El 1 de octubre de 1899, el comandante médico Würtz entregó su colección familiar de soldaditos de papel al Museo del Ejército (los Inválidos). La colección la forman 19.000 piezas y se exhibe en público (sólo una parte) desde 1938, ininterrumpidamente. Cada soldadito tiene una altura aproximada de 10 cm. 

La colección Würtz es exclusivamente napoleónica, a diferencia de otras. Se completó... La verdad es que no se sabe muy bien cuándo se completó. Unos sostienen que en 1825; otros, que en 1840; algunos llegan incluso a sugerir que no se completó hasta 1855. Pero, en todo caso, se completó y documentó con testigos directos de la vida en los ejércitos napoleónicos, entre los cuáles había soldados y oficiales.

Estéticamente, es muy atractiva. Historicamente, tiene fama de ser la más cuidadosa y completa colección de uniformes de la Grande Armée. Es tan cuidadosa y completa que mueve a error, y ahora verán por qué.

Los Würtz se empeñaron en representar a todos y cada uno de los regimientos napoleónicos al completo. Es decir, con el juego completo de uniformes. En un regimiento de infantería de línea estaría la tropa, los oficiales... pero también los músicos, el tambor mayor, los zapadores, los granaderos... Lo que se solucionaría, en apariencia, con una docena de figuras requiere muchas más. 

Los granaderos de la Guardia Imperial, de la colección Würtz.

El caso es que los Würtz representaron algunos regimientos de los llamados marialuisos (por María Luisa, la Emperatriz), que se formaron con urgencia, deprisa y corriendo, después de la horrible campaña de Rusia. Los nuevos regimientos marialuisos no estaban al completo, pues la mayor parte de las veces prescindían de la banda de música o de otras unidades pintorescas, porque a duras penas podían rellenar las filas de los batallones de línea. Pero los Würtz no conocían el desánimo y representaron todos los regimientos al completo, sabiendo de qué color tenía que ser la casaca del tambor mayor o del corneta (eso está en el reglamento y en la orden de creación del regimiento), aunque ese regimiento, históricamente, no tuvo ni músicos ni casi fusiles para todos. 

Por eso, hay que ir con ojo. Aunque la colección Würtz se ha convertido en la Biblia de muchos uniformólogos de la época de Napoleón, conviene no fiarse o contrastar la información que proporciona con otras fuentes. Porque aquí tenemos otro problema. Mientras que la colección de Boersch partía de los apuntes del dibujante Zix, no consta la procedencia de la información que emplearon los Würtz (que, pese a todo, se considera, en su mayor parte, como una fuente directa). Lo dicho para la colección Würtz vale también para otras colecciones de la época.

Les petits soldats de Strasbourg (3/5)


Los coleccionistas hilan muy fino con sus cosas y defienden que los únicos soldaditos que pueden llevar con distinción el nombre de petits soldats de Strasbourg han de haber nacido de alguna de las siguientes maneras:

La primera, ser soldaditos procedentes de una lámina de cartulina o papel grueso impresa en blanco y negro, recortada y pintada a mano por el coleccionista original (en Estrasburgo, claro).

La segunda es más complicada. El coleccionista original mandó imprimir un dibujo hecho por él mismo o por una tercera persona bajo su directa supervisión, que luego coloreó. Es decir, el coleccionista se convirtió en un editor.

La tercera se veía venir: dibujar y pintar cada figura, una a una, sin mediación de impresores o editores, sino directamente. Tal sería el caso, que ya hemos visto, de Boersch.

Una lámina sin recortar con artilleros de a pie y a caballo de la Guardia Imperial y músicos de un regimiento de infantería de línea (el 3.º), con los uniformes que llevaban entre 1809 y 1810.
Esta lámina tiene su importancia, porque en 1809 se produjeron cambios importantes en los uniformes de la tropa y los oficiales de la Grande Armée.

Ahora la cosa se complica, porque entra en el juego la industria y la tecnología. Para empezar, el producto impreso puede ser tanto un grabado, una xilografía o una litografía. Hay en juego muchas calidades y texturas, como pueden imaginar. Pero todo se vendía en aquel entonces, porque pasados unos años, la demanda de soldaditos de papel creció y creció. Los impresores de Estrasburgo pronto pusieron manos a la obra. Ya en aquel entonces, las láminas de soldaditos se convirtieron tanto en un juguete barato como en un preciado objeto de colección. Vamos, que habían inventado a un tiempo los cromos y los recortables.

Sin embargo, los coleccionistas de soldaditos originales eran muy exigentes y meticulosos y acudían a verdaderos expertos. 

En primer lugar están los coleccionistas que encargaron los dibujos a un profesional y luego los mandaron imprimir. Todo el proceso se desarrolló bajo su directa supervisión. Porque igual el coleccionista era muy aficionado y sabía si las charreteras del soldadito iban aquí o allá, pero no sabía dibujar. 

Un tal Barthel (como Boersch, ciudadano de Estrasburgo) pertenece a este grupo. Mandó imprimir a la mayor parte de su tropa durante el Primer Imperio, aunque parece que la mayoría de sus soldaditos se acabaron hacia 1820. Es, pues, un testimonio directo de la uniformología de la época. Los soldaditos de Barthel son los primeros que forman hileras en las láminas impresas y también los primeros que no sólo los pintan en posición de firmes, sino haciendo cosas como cocinar, cargar a la bayoneta o pasear con la novia.

Luego están los dibujantes que se convierten en editores de su propia obra, con la intención de venderla a gran escala y hacer negocio con ello. Achille Roereder y Eugène Nicollet quizá fueron los primeros de esta especie. Eran dos chavales coleccionistas que se aliaron para pintar soldaditos durante más de cincuenta años. Iniciaron su colección en 1817, cuando apenas eran unos chavales, con los soldaditos de Barthel. El dibujante era Nicollet, pero el ingenio lo puso Roereder. Sus primeros soldaditos no son una fuente documental tan fiable como otros, por falta de rigor en la documentación, pero eso se arregló con el tiempo. ¡No podemos pedir un esfuerzo de rigor histórico a dos chavales de quince años! 

Éste es el aspecto que tenían las láminas sin pintar.
Aquí, cañones, armones y tiros de la artillería a pie.

Roereder y Nicollet fueron los primeros en descubrir que podría cambiarse un soldado por otro diferente sólo cambiando el gorro, añadiendo unos galones o borrando una cinta (por algo se llaman uniformes, porque son todos iguales). Eso les permitió dibujar regimientos más completos y con menos esfuerzo, lo que incrementó su producción. Sus láminas en blanco y negro ofrecían la opción de pintar una u otra variante del uniforme.

Los enemigos también eran protagonistas de algunas láminas.
Aquí, húsares austríacos, en 1809.

El tercer grupo es interesante, el de artistas que mandan imprimir su obra, porque, si no, no hay manera de sacar adelante la colección. En este grupo está la familia Würtz, que merece una mención aparte.

Les petits soldats de Strasbourg (2/5)


El héroe de esta aventura escrita en los márgenes de la gran historia es un panadero llamado Christian Boersch, que vivía en Estrasburgo, cómo no. Me duele decir que sabemos muy poco de su vida y milagros. Podemos aventurar que vivió entre 1780 y 1824 y que fue quien comenzó a pintar los soldaditos de Estrasburgo.

Músicos y tambor mayor del 2.º Regimiento de Lanceros de la Guardia Imperial.
Así son los soldaditos de Boersch.

Claro que Boersch tuvo la infinita suerte de haberse casado con la sobrina de un tal Benjamin Zix (1772-1811), que quizá no les suene de nada, ahora mismo. Zix también había nacido en Estrasburgo y desde muy pequeño le dio por pintar y dibujar. Pronto se hizo muy famoso por las pinturas de paisajes suizos, que le dieron para vivir bastante bien. Sus dibujos se convertían en grabados y eran impresos en Estrasburgo, para luego ser vendidos en toda Francia (y Europa). 

Uno de los grabados costumbristas de Zix, que tanta fama le dieron.

Podemos decir que Zix, si bien no era uno de los grandes artistas del momento, era un artista popular y muy conocido por el gran público. Sus obras son muy apreciadas por los coleccionistas de grabados (y por los historiadores), aunque no se exponen en los grandes museos.

El Primer Imperio llevó la fama de Zix a su apogeo. En 1806, fue alistado como dibujante por el Cuartel General de la Grande Armée (el Gran Ejército de Napoleón). Recordemos que en aquella época ¡no había fotógrafos!

Un grabado coloreado de Zix que ilustra el desfile de los esponsales e invitados en la boda de Napoleón I con María Luisa de Austria, en 1810.

La obra de Zix muestra a los soldados en su quehacer diario, en las marchas, en los cuarteles y (evidentemente) en la batalla. Zix estuvo en la campaña de Prusia, en la de Polonia, en España, luego en la de Austria, siempre tras el Emperador y entre la tropa. Dicen que ayudó a Gros a pintar su célebre Batalla de Eylau (hoy expuesta en el Museo del Louvre) y fue reportero (permítanme la cursiva) en la boda del Emperador con María Luisa de Austria. Murió en Peruggia, Italia, en 1811. Lástima, porque nos dejó una biografía y una obra interesantísima, aunque muy alejada de los grandes lienzos y oropeles de Gros, Ingres, David y compañía.

Fue Zix quien inspiró las primeras láminas de soldados. Dejó en manos de su sobrina una ingente cantidad de apuntes y anotaciones de uniformes militares, tanto franceses como prusianos, austríacos, suecos, rusos... Hacia 1810, el panadero Boersch ya había acumulado una buena cantidad de dibujos y comenzó a pintar sus miniaturas de papel. 

Soldaditos como estos artilleros de la Guardia Imperial tirando de una pieza de doce libras proporcionan muchos datos gracias a la meticulosidad de Boersch.

Con una paciencia infinita, puso en colores lo que veía en la calle, lo que recordaba haber visto y lo que había visto su tío político, Benjamin Zix. Tuvo la idea de recortar estas figuritas y pegarlas en unos pequeños soportes de madera; fue el primero en hacerlo. La afición se convirtió en una manía. Cuando Napoleón fue derrotado, Boersch prosiguió en su labor de reconstrucción de los regimientos napoleónicos entrevistándose en persona con viejos soldados retirados, para representar lo más fielmente posible su aspecto. Por aquel entonces, ya contaba con la ayuda de su hijo y entre ambos pudieron reunir miles (literalmente, miles) de soldaditos de papel.

La colección se conservó íntegra en un museo municipal hasta que, en 1971, váyanse a saber por qué, 4.360 soldaditos de Boersch fueron vendidos en una subasta en Angeres.

Boersch fue el primero, que no el único. La historia de los soldaditos de Estrasburgo no acaba con él.

Les petits soldats de Strasbourg (1/5)


Artilleros a pie y a caballo de la Guardia Imperial, y unos músicos de un regimiento de infantería de línea, entre 1809 y 1811. Éste podría ser el aspecto de una lámina de Silbermann, uno de los impresores de Estrasburgo.

Entre los aficionados, historiadores y coleccionistas, son conocidos, simplemente, como les petits soldats (los soldaditos) y, para que no haya lugar a confusión, añaden la ciudad que les vió nacer, de Strasbourg (Estrasburgo). Forman parte de la pequeña historia, ésa que apenas asoma en las páginas de los libros. Sin embargo, más de una vez se han convertido en testimonios de primera mano de las guerras que asolaron Europa entre 1789 y 1815, en fuentes de preciada información para historiadores.

Estos soldaditos de papel, en efecto, se han convertido en un objeto del deseo de todos aquéllos que están interesados en los ejércitos franceses de los tiempos de la Revolución, el Consulado o el Primer Imperio. También son una referencia obligada de los que vinieron después, hasta el final del Segundo Imperio. Aunque hubo otras ciudades donde se imprimieron soldaditos de papel (especialmente, en Alemania), y aunque la impresión y colección de soldaditos de papel se extendió por todo el mundo, les petits soldats de Strasboug son especiales y únicos, por muchas razones.

Los zapadores de la Grande Armée se dejaban barba y portaban hachas. 
Éste es el aspecto de los soldados recortados y enganchados en sus pies de madera.

Estrasburgo ocupa una posición estratégica muy importante. Se había visto en siglos anteriores y se volvió a ver en la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera que quiera ir de Francia al centro de Europa o del centro de Europa a Francia tiene que pasar por Estrasburgo. Los ejércitos de Napoleón tuvieron que pasar por Estrasburgo para atacar Austria, Prusia o lo que fuera y los ejércitos de los aliados coaligados contra el Corso también tuvieron que pasar por ahí el día que, finalmente, consiguieron abrirse camino hasta París. Eso explica que Estrasburgo fuera una plaza fuerte con guarnición permanente.

La presencia militar en la ciudad era importante. En época napoleónica, la población de Estrasburgo se mantuvo entre los 25.000 y los 30.000 habitantes y la guarnición permanente en la ciudad solía sumar entre los 6.000 y los 10.000 hombres. Murallas y ciudadelas provistas de buenas piezas de artillería convivían con las sedes de varios regimientos, donde se formaban los batallones o escuadrones de reemplazo. Convivir con la tropa era la costumbre y la industria de la ciudad pronto se adaptó a ello.

Estrasburgo, curiosamente, tenía una potente industria editorial. Perdónenme si la llamo así. Más propio sería decir que tenía buenos talleres de impresión. Sumando uno y uno salen dos, y quien sumó fue... un panadero.

El cuaderno de Luis les desea una feliz Navidad



Descanso en la huida a Egipto, 135,5 por 166,5 cm, Roma, Galleria Doria Pamphilj.

«La pintura refleja aquí alguna vacilación. Caravaggio tiene dificultades para representar las articulaciones de la barbilla y el cuello, el cuello y el hombro, y sus fláccidas manos sólo son un poco más convincentes que las de Magdalena penitente. No obstante, hay una gran ternura en su concepción de la madre y el hijo.»

Andrew Graham-Dixon, Caravaggio – Una vida sagrada y profana.

«En el mismo centro de la imagen, José sostiene para el ángel un gran libro de partituras, abierto ante el espectador de un modo que llama la atención de forma inevitable. El libro enseña la partitura para el canto de un motete del compositor flamenco Noel Baulduin, que se publicó por primera vez en 1519. El texto, del cual Caravaggio sólo muestra la letra cu, dice en latín Quam pulchra est et quam decorum, palabras extraídas del Cantar de los Cantares. El erotismo ferviente de este libro bíblico —un diálogo lírico entre los desposados— es latente en la atmósfera del cuadro.»

Helen Langdon, Caravaggio.

«Descansad en este largo viaje, dejaos arropar por la buena música, aprended a dar y recibir cariño, vivid tranquilos y en paz, y ojalá que estas fiestas sean felices y el año que viene sea amable y generoso con vosotros. Feliz Navidad y próspero Año Nuevo.»

Luis Soravilla.

La desaparición de Josef Mengele



Más importante que (o tan importante como) saber qué ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial y la cínica y eufemísticamente llamada Solución Final es saber cómo pudo llegarse hasta ahí, de qué pasta eran los hombres que llevaron a cabo el exterminio de millones de personas, por qué lo hicieron, y queda pendiente una pregunta que nos enfrenta al horror: ¿eran monstruos o personas normales? 

Todo parece indicar que eran (mejor dicho, habían sido) personas normales. El motor que les llevó a ejercer de verdugos fue la ambición de poder y la soberbia. Ascender en la escala social, ganar más dinero, tener mayor reconocimiento... fueron motor más que suficiente para que un personaje mediocre como Eichmann se convirtiera en un mortífero arquitecto del Holocausto. Todo, por supuesto, en un ambiente de fanatismo desmedido, que no admitía ni duda ni réplica. Cuando uno se enfrenta al espejo de estas bestias, se mira a sí mismo y descubre que prácticamente cualquiera esconde un monstruo dentro de sí, y eso es lo más aterrador.

Josef Mengele fue uno de los más brutales asesinos de las SS. Era doctor en medicina y antropología y participaba personalmente en los más atroces experimentos, sometiendo a los presos de Auschwitz a torturas dolorosísimas e inútiles que no hace falta describir aquí. Se ganó una reputación que ponía los pelos de punta incluso a sus camaradas de la Orden Negra. Cuando acabó la guerra, desapareció. Años después, se convirtió en una leyenda y en uno de los hombres más buscados por los periodistas y los cazadores de nazis. Además, protagonizó varias novelas y películas (como un malvado descomunal, más propio de una aventura de James Bond que de un mundo real), y su fama creció y creció.

Y es aquí cuando Olivier Guez entra en acción y nos narra su vida entre 1947 y 1979, cuando murió ahogado en una playa brasileña, prematuramente viejo, solo y abandonado. Este autor escribió La desaparición de Josef Mengele en forma de novela, aunque la mayor parte de los hechos narrados están documentados y ratificados por varias fuentes. Pero hay algunos huecos en la biografía del Ángel de la Muerte (así lo llamaron bien pronto) y el autor escogió la novela como vehículo, en vez del más puro ensayo. El resultado es brillante y, ya les digo, estremecedor.

Causa pasmo la complicidad de las autoridades argentinas con los nazis. En cuatro pinceladas, Guez retrata el peronismo con la precisión de un bisturí y nos muestra su esencial podredumbre. Pero no se libran infinidad de personajes que, después de la guerra, ayudaron a los nazis dándoles refugio y seguridad. Es una historia bastante fea, pero de obligado conocimiento.

El relato es ágil, tenso y dramático. Contemplamos al monstruo de cerca y desaparece esa aura de diabólica fascinación para mostrarnos a un ser pagado de sí mismo, despreciable y mediocre, muy lejos del malvado que muchos forjamos en nuestra imaginación años ha.

Es un libro muy interesante, que cuenta cosas que merecen la pena ser leídas y que cumple con el cometido de agitar las conciencias de la manera debida. Es una obra muy recomendable.

Con amplio apoyo popular


Les invito a leer otro de mis artículos en Metrópoli Abierta, con el que podrán o no estar de acuerdo. Sólo espero que les entretenga y les dé en qué pensar. Se titula Con amplio apoyo popular.

Vamos por mal camino



En Barcelona, un grafito en la persiana de un bar, no muy lejos de la Delegación del Gobierno. 

El grafito dice: Cap democrac[ia] ens farà lliures.

Traduzco: Ninguna democracia nos hará libres.

Vamos por mal camino.

Olvidado rey Gudú



Ana María Matute nació y murió en Barcelona y fue una escritora como la copa de un pino, dicho coloquialmente. Miembro de la RAE, galardonada con el Premio Cervantes y el Premio Nacional de las Letras Españolas, publicó en 1996 Olvidado rey Gudú, que ella misma consideraba su obra favorita. La novela fue depositada en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes en 2009, un honor extraordinario. Pero no es para menos, porque Olvidado rey Gudú es simplemente brillante, inmensa.

Tan pronto se publicó, tan pronto lectores como críticos vieron que tenían algo extraordinario entre manos. Y no voy a contradecirlos. Es un libro de muchas páginas, pero ninguna de ellas sobra. Se lee sin prisas, pero con muchas ganas de seguir leyendo, tal es la magia de una tensión dramática sabiamente administrada, de un ritmo que no decae (pausado, si quieren, pero constante, que acelera cuando toca), de una poesía (y una finísima ironía) presente en todo el texto, tan bellamente escrito.

El argumento es casi lo de menos. Se narra el nacimiento, crecimiento, auge y caída del reino de Olar, de cuya historia será protagonista el gran (y olvidado) rey Gudú. En la historia, como quien no quiere la cosa, se mezclan seres fantásticos con personajes de carne y hueso. Es un cuento mayúsculo y maravilloso, y digo cuento sin ánimo de faltar, sino como alabanza, pues transmite la fascinación (ésa es la palabra) que producían los cuentos que nos encandilaban cuando niños.

No puedo decir más que es una obra soberbia.

El grito de don Manuel


Como digo en este artículo:

Las tiranías de todo signo y condición se distinguen de los regímenes civilizados por dos lemas recurrentes, con sus variantes locales. Uno de ellos dice, poco más o menos, «El Pueblo soy yo» o «nosotros» y el otro, «La calle es mía».

Se publica en Metrópoli Abierta y se titula El grito de don Manuel

Espero que les guste. Si no les gusta, espero, al menos, que les dé en qué pensar.

Caravaggio - Una vida sagrada y profana



Publicado por Taunus hace ahora un año, traducida por Belén Urrutia, Caravaggio - Una vida sagrada y profana, de Graham-Dixon, pasa por ser la última biografía de Caravaggio. Última va en cursiva porque ni será la última ni mucho menos la definitiva, y no porque sea mejor o peor que otras, sino porque la biografía de Caravaggio da para muchas versiones y los estudios caravaggescos avanzan cada día un poco, proporcionando algunas novedades sobre las que discutir en las largas sobremesas caravaggistas. Estudios sobre Caravaggio los hay a porrillo, técnicos y detallados, y también ensayos más o menos rigurosos y divulgativos. Éste, el de Graham-Dixon, tiene sus méritos y algún defecto, como era de esperar. Pero, así, en resumen y en general, está bastante bien.

Si me quejo, no me hagan demasiado caso. Desde que leí los Estudios sobre Caravaggio de Friedlander (todo un clásico del caravaggismo) he leído de todo. Tengo en casa los catálogos de tres importantes exposiciones que he visto con éstos mis ojos, la de Barcelona en 2005, la de Roma en 2010 (no se verá nada igual en muchos años, ni se veía desde aquélla que organizó Longhi) y la más reciente de París. Aparte, tengo la obra de Friedlander, claro, y las de Lambert, König, Castellotti, Schütze, Robb y Langdon, más algunos ensayos de diversos autores, unos más técnicos que otros (entre los que destacaría las reflexiones de Luis Antonio de Villena, altamente recomendables para cualquiera) y alguna novela. Con todo esto en mi bagaje, puedo permitirme el lujo de disentir en algún punto de lo que piense Graham-Dixon, como también cederle la razón.

Leí, tan pronto como se publicó, los capítulos del libro que relatan la estancia de Caravaggio en Roma, antes del famoso duelo, pelea o desencuentro con Tomassoni, por razones que no vienen al caso. Ahora he vuelto a leer todo el libro, y por eso lo reseño ahora. 

Desde mi punto de vista, los puntos más interesantes de esta nueva biografía de Caravaggio son: 

a) Su relación con la Chiesa dei Poveri surgida durante la Contrarreforma, promovida por Carlos Borromeo y de larga tradición en Italia (aunque el Oratorio de Neri apenas se menciona y es también muy importante para comprender el discurso de Caravaggio). En este punto, Graham-Dixon se mueve con precisión y certidumbre y dice cosas muy interesantes.

b) El homicidio que Caravaggio comete contra Ranuccio Tomassoni. ¿Una pelea ocasional? ¿Algo enquistado que un día estalla por una discusión cualquiera? ¿Algo premeditado? Graham-Dixon plantea y defiende la teoría de un duelo entre Caravaggio y Tomassoni que, cuando el segundo cayó herido de muerte, se fue de madre y acabó en una pelea más generalizada, en la que el pintor resultó también malherido. Es difícil, atendiendo a lo que sabemos, decir qué ocurrió en realidad. Algunas escenas de la biografía de Caravaggio (de ésta o de prácticamente cualquier otra) tendría que escribirlas más un novelista que un historiador, porque se basan en pocas pruebas y necesitan un relato. Aunque la idea de un duelo formal es atractiva y razonable, además de convincente, prefiero otras, como las de un encuentro entre bandas rivales que empezó mal y acabó peor. Pero, ya les digo, no me hagan mucho caso.

c) Su problema en Malta (¿por qué fue arrestado por los caballeros de la Orden de Malta? ¿por qué tuvo que huir de la isla? ¿quién le ayudó? etc.) está explicado con nuevos datos que echan por tierra algunas de las teorías más inverosímiles (pero tan atractivas como novelescas) de, por ejemplo, Robb. Parece ser que hubo ciertas discrepancias entre unos músicos y unos caballeros... y hasta aquí podemos leer. La novedad de esos datos que digo ha hecho que lea con sumo interés esta parte de su biografía.

d) Uno de los mejores puntos del libro es su interpretación y lectura de algunas de las obras de Caravaggio. En algún momento es simplemente espléndida y sutil. 

Si usted no ha leído nunca una biografía de Caravaggio, ésta está muy bien y le servirá de mucho para conocer tanto la importancia como las circunstancias de su obra. Si ya sabe alguna cosa, verá que algún capítulo se ve superado por la biografía de Helen Langdon y algún otro es deudor de la del clásico Friedlander, y que Robb, aunque en algunas ocasiones novela más que biografía, sabe darle al ensayo un tono más novelesco, y perdonen la redundancia. 

En el asunto de la sexualidad del pintor, Graham-Dixon se encuentra incómodo señalando la homosexualidad de Caravaggio y se saca de la manga un palabro nuevo, omnisexualidad. A grandes rasgos y sin entrar en detalles ni negar la mayor, coincide conmigo en constatar que el pintor seguramente trató con hombres, mujeres y niños a lo largo de su vida. Es un tema de debate muy abierto, el de la sexualidad de Caravaggio.

También agradecerá el lector, si ya conoce el asunto por otras lecturas, las nuevas noticias de los últimos estudios sobre el pintor, aparte de nuevos puntos de vista. Quizá encuentre a faltar dataciones o datos más técnicos, pero, qué quieren que les diga, en un ensayo como éste no son imprescindibles.

Me guardo para mí algunos puntos en los que no estoy del todo de acuerdo con Graham-Dixon y algunas omisiones que creo significativas, pero eso no importa para nada a la hora de recomendar a cualquiera que quiera saber quién era Caravaggio y por qué es tan importante este libro, porque consigue un buen equilibrio entre la divulgación y el rigor debido. 

Es una biografía de Caravaggio muy recomendable, especialmente para quien quiera introducirse en el mundo del caravaggismo.

El Día del Orgullo Barroco


Este año me he sumado a una curiosa iniciativa en las redes sociales, el Día del Orgullo Barroco (#OrgulloBarroco en Twitter). Para difundir la iniciativa (que no pretende más que reivindicar el arte y la belleza, y difundir tanta maravilla) he escrito este artículo para Metrópoli Abierta.

Se llama (cómo no) El Día del Orgullo Barroco.

Espero que les guste, como espero que la iniciativa tenga todo el éxito que merece.

Imaginería popular


Fotografiado in situ, en Sant Feliu de Llobregat. No sé si se trata de un chiste o de un diagnóstico, pero, en todo caso, certero. Molestará a más de uno, también.


Comer en París


Tuve la suerte de tener, en los alrededores de mi hotel, un gran y enorme surtido de restaurantes, cafés, bistrós y tabernas de toda clase y especie. Desde una brasserie de postín que exhibía una carta que quitaba el hipo (¡qué precios, Dios mío!), pasando por varias marisquerías, restaurantes vegetarianos, un par de chinos, otro par de comida tradicional francesa, uno italiano... hasta el inevitable McDonald's, que evité a cualquier precio.

No, en París no se come mal, todo lo contrario. El problema es el precio, claro. Pero si uno se conforma con el menú o con el plato del día, pagará más o menos lo mismo que pagaría aquí. Eso sí, admiro el cuidado que ponen en el comer en los locales que visité. Incluso un mediodía que me conformé con un bocadillo y un plato de sopa calentita por cuatro perras, salí encantado del lugar. Y el día que me regalé con una buena cena ni les cuento. 

Si no pides una bebida en concreto, es costumbre servirte una jarra con agua del grifo, sin sobrecoste. El pan suele ser excelente y si tiene la suerte de tropezar con un buen croissant llorará de pena y añoranza una vez de vuelta a casa, preguntándose, por favor, cómo pueden llamar croissant a eso que nos sirven aquí. (Algo parecido sucede cuando pides un café después de haber visitado Italia).

A modo de ejemplo, fotografié mi última comida en París, en un café cerca del Panteón. No suelo fotografiar lo que como (lo encuentro de mal gusto), pero esta vez hice una excepción. Aquí les muestro.

Primero, una crema de verduras calentita, que se agradece.
Tampoco diría que no a su simple, sencilla y riquísima sopa de cebolla.

Un pescado con verduritas y una salsa que...

No hace falta que diga nada más, ¿no?

Una créme brûlée, que aquí llamamos crema catalana porque los franceses son chauvinistas y nosotros, no, ¿verdad? En todo caso, suprema.

París, parques y jardines


Cerca de la explanada de los Inválidos.

París es una gran ciudad. Su área metropolitana (la llamada Île-de-France) tiene más habitantes que el área metropolitana de Barcelona y Madrid juntas. Abundan los extrarradios llenos de edificios à la Corbusier y una población prácticamente marginada y también barrios residenciales de cierto postín. El centro, el París de postales y turistas, es una ciudad diseñada por y para la burguesía desde los tiempos de Haussmann. 

Justo detrás de Notre-Dame.

Eso explica la abundancia de parques y jardines. Algunos son pequeños, surgen en una plaza, en un cruce, casi sin querer. Otros son heredados de los antiguos palacios, como el jardín de las Tullerías o el de Luxemburgo, convertidos en parques públicos y museos al aire libre. 

Jardines de Luxemburgo.

París, en otoño, se viste de colores ocres, amarillos, naranjas y rojos feroces, como si quisiera desafiar a los cielos plomizos que anuncian el próximo invierno.

Son frecuentes (y muy bien recibidos por el turista) los lavabos públicos en parques y jardines.

Jardines de Luxemburgo.

Jardines de Luxemburgo.
De la colección de estatuas de mujeres ilustres.

La Femme aux Pommes (1937), de Terzieff.
Jardines de Luxemburgo.

Jardines de Luxemburgo.
Llueve sobre uno de los estanques.

El Panteón de París


La imponente fachada neoclásica del Panteón.

La iglesia de Santa Genoveva, patrona de París, mandó construirla Luis XV, el de madam Pompadour y la Enciclopedia. Tardaron 26 años en levantarla y la acabaron en 1790. En ésas, ya había estallado la Revolución Francesa y la Asamblea Nacional Francesa decidió convertirla en un mausoleo en honor a los grandes hombres de la patria. Aux grands hommes la patrie reconnaissante, reza la inscripción en lo alto.

Una maqueta de la cúpula modificada del Panteón, bajo la pequeña cúpula de una capilla lateral.

La cúpula, allá en lo alto.

El péndulo de Foucault, que pende de la linterna de la cúpula.
Este experimento demuestra la rotación de la Tierra y la existencia de la fuerza de Coriolis; además, funciona como un reloj de precisión extraordinaria. La Ciencia, protagonista en el Templo Laico.

La cúpula original (semiesférica) fue sustituida por esta cúpula con un gran tambor con columnata y una cúpula más alta que la original. Es más imponente, reconozcámoslo, y ha sido imitada, por ejemplo, por el Capitolio de Washington, D.C. Este mausoleo nacional todavía no había sido consagrado como iglesia cuando se terminó su remodelación (1793) y se convirtió, poco más o menos, en un templo laico. 

En el altar, un homenaje a la Convención Nacional, primer gobierno republicano francés.
No muy lejos, un relicario contiene una copia de la actual Constitución Francesa.

Que no falte la tricolor.
En este caso, preparando el centenario del final de la Gran Guerra.

A lo largo de los años, a medida que iban alternándose los regímenes, el Panteón fue iglesia y dejó de serlo. Se consagró por primera vez como iglesia en 1806, bajo el Primer Imperio. La monarquía de julio (1830) volverá a echar a la Iglesia del templo, que sería Templo de la Gloria hasta ser luego Templo de la Humanidad en 1848. Pero cuando en 1851 el sobrino de Bonaparte se convierte en Napoleón III e inaugura el Segundo Imperio, el Panteón se convierte una vez más (y exclusivamente) en iglesia católica, porque Napoleón III inauguró un régimen muy conservador. Llegó la Comuna (1871) y el lugar fue desacralizado de nuevo y en él se luchó a muerte durante días. No volvió a ser iglesia, pero en sus paredes se aprecian los períodos en los que gobernaron los partidos del Orden Moral (una derecha carca y ultracatólica, que llenó las paredes de frescos con historias de santos franceses) y su final hacia 1881, cuando, de nuevo, una vez más y parece que definitivamente, el Panteón regresó a su función original y primigenia, la de ser tumba y monumento de los ciudadanos más ilustres de Francia.

El templo, hay que reconocerlo, es espectacular.

Me da envidia el sentido de Estado que tienen los franceses y una envidia que me sobrepasa contemplar un templo laico dedicado a aquellas personas que han hecho grandes cosas por Francia. No imagino nada parecido en España. 


Las galerías de la cripta del Panteón, cementerio nacional.

Los héroes militares tienen su lugar en los Inválidos, aunque aquí también se rinden honores a los caídos por Francia. Pero el Panteón está dedicado a los artistas, escritores, filósofos, poetas, políticos, hombres de negocios, científicos o ingenieros que tanto han hecho por Francia (y por el mundo, si nos ponemos). El matrimonio Curie yace a pocos pasos de Victor Hugo, Alejandro Dumas y Émile Zola; ahí yace Condorcet; ahí Voltaire, y Rousseau; ahí al lado Simone Weil, Louis Braille... El mariscal Lannes, quien dicen que fuera el único (o mejor) amigo de Napoleón Bonaparte fue enterrado en el Panteón en 1809 por orden del Emperador. Un día relataré su trágica muerte, pero hoy me limitaré a señalar que su tumba sigue llena de flores (como las del matrimonio Curie o las tumbas de Hugo y Dumas).

La tumba de Voltaire, enfrente de la de Rousseau.
Ambas son prácticamente idénticas.


La tumba del mariscal Lannes destaca sobre muchas otras.
Sólo hay que verla.

Un viejo amigo y conocido.

El sarcófago que contiene los restos de Dumas.

Condorcet, víctima del Terror.

Otro gran escritor.

Zola comparte habitación con estos dos inquilinos.
¡Qué tertulias deben de darse ahí...!

Fue (al menos para mí) una visita muy emocionante. ¡Tantos conocidos ilustres...! Al salir, compré las Cartas Filosóficas de Voltaire en francés, en una edición de bolsillo a precio ridículo. También me vinieron ganas de cantar la Marsellesa y tomar la Bastilla, pero pude contenerme.