La catedral de Notre-Dame es uno de los iconos de París. Se construyó entre los siglos XII y XIV, aunque luego sufrió (o agradeció, va por gustos) muchas intervenciones durante el reinado de Luis XIV y más tarde, en el siglo XIX. En parte, menos mal, porque la catedral se estaba yendo abajo de puro vieja y abandonada.
Gran parte de la fama del monumento es la famosa novela de Victor Hugo, Nuestra Señora de París. Es inevitable echarle un vistazo a la iglesia y atisbar por si asoma Quasimodo entre las gárgolas o colgado de las campanas, o imaginar la hoguera donde iban a quemar a la gitana Esmeralda a pocos pasos de la fachada, donde ahora hacen cola los turistas para entrar a ver el edificio por dentro.
La novela (el novelón, diría yo) tuvo un merecidísimo y abultado éxito, prácticamente inmediato. ¿No la han leído? ¿Por qué no? ¡Léanla!
Flaubert, el gran Flaubert, elogió la obra una y otra vez, hasta que Hugo publicó Los Miserables. Entonces Flaubert echó toda la artillería sobre Hugo, preguntándose cómo podía haber escrito esa mierda (sic), que consideró cursi, lo menos. Pero decía del éxito de Nuestra Señora de París (o El Jorobado de Notre Dame, según), no de los gustos de Flaubert.
Pero ¿dónde habré puesto la cabeza?
El éxito de la novela provocó un repentino interés en la catedral de París y una posterior y casi inmediata intervención para adecentarla, arreglarla y embellecerla. Algo había hecho Napoleón (al fin y al cabo se coronó ahí y celebró misas en acción de gracias por sus victorias), pero la intervención posterior fue más allá de una simple restauración. Creo que es una de las pocas veces que una novela consigue que el pueblo y las autoridades se vuelquen en la recuperación de un monumento histórico y comiencen a considerarlo un icono de su ciudad.
Dicho esto, el edificio es espectacular (como todas las grandes catedrales góticas de esa latitud) y muy interesante. Desde un punto de vista arquitectónico, comienza a construirse en un período de transición del románico al gótico y se da por terminada en lo más florido del gótico francés. Un servidor, que está acostumbrado al gótico aragonés (el que se da en Barcelona), no puede dejar de admirar las grandes vidrieras y rosetones. El gótico aragonés, para que lo sepan, tiene vidrieras y rosetones de menor tamaño que las catedrales del norte, y eso es no por la falta de pericia de los arquitectos, sino por el clima. Al sol del Mediterráneo, una iglesia de cristal podría convertirse en un invernadero con suma facilidad.
La visita que realice al interior de la iglesia me frustró un poco por la cantidad de gente que entraba, daba una vuelta y salía. Parecía una estación del metro. Pero ¡ojo! Es un gran edificio y vale la pena verlo con calma y sabiendo lo que se está viendo. La estaban decorando entonces para la celebración del centenario del final de la Gran Guerra, la tenían cargada de banderas.
Con calma y atención, dar la vuelta a la catedral por fuera es también una oportunidad para admirar la pericia de los arquitectos medievales. Vale la pena.
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