Tuve la suerte de tener, en los alrededores de mi hotel, un gran y enorme surtido de restaurantes, cafés, bistrós y tabernas de toda clase y especie. Desde una brasserie de postín que exhibía una carta que quitaba el hipo (¡qué precios, Dios mío!), pasando por varias marisquerías, restaurantes vegetarianos, un par de chinos, otro par de comida tradicional francesa, uno italiano... hasta el inevitable McDonald's, que evité a cualquier precio.
No, en París no se come mal, todo lo contrario. El problema es el precio, claro. Pero si uno se conforma con el menú o con el plato del día, pagará más o menos lo mismo que pagaría aquí. Eso sí, admiro el cuidado que ponen en el comer en los locales que visité. Incluso un mediodía que me conformé con un bocadillo y un plato de sopa calentita por cuatro perras, salí encantado del lugar. Y el día que me regalé con una buena cena ni les cuento.
Si no pides una bebida en concreto, es costumbre servirte una jarra con agua del grifo, sin sobrecoste. El pan suele ser excelente y si tiene la suerte de tropezar con un buen croissant llorará de pena y añoranza una vez de vuelta a casa, preguntándose, por favor, cómo pueden llamar croissant a eso que nos sirven aquí. (Algo parecido sucede cuando pides un café después de haber visitado Italia).
A modo de ejemplo, fotografié mi última comida en París, en un café cerca del Panteón. No suelo fotografiar lo que como (lo encuentro de mal gusto), pero esta vez hice una excepción. Aquí les muestro.
Primero, una crema de verduras calentita, que se agradece.
Tampoco diría que no a su simple, sencilla y riquísima sopa de cebolla.
Un pescado con verduritas y una salsa que...
No hace falta que diga nada más, ¿no?
Una créme brûlée, que aquí llamamos crema catalana porque los franceses son chauvinistas y nosotros, no, ¿verdad? En todo caso, suprema.
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