El filósofo risueño


Demócrito, visto por Velázquez.

Cuentan que en Abdera tomaban a Demócrito por loco. El buen hombre reía, reía y no dejaba de reírse. Lo suyo era la risa, con un deje irónico. Respondía con chistes, se choteaba de las vanidades y decía verdades como puños con una sonrisa en la boca. A tal punto llegó la risa del sabio (pues sabio era) que llamaron a Hipócrates, uno de los doctores más famosos del mundo antiguo. Le pidieron al médico que diagnosticara su mal y que, dentro de lo posible, pusiera fin a su locura.

¡Mira quién anda ahí!, saludó Demócrito, con unas risas. Hipócrates pidio que los dejaran a solas y se encerró con el filósofo. Ahí pasaron un ratito, un rato, un largo rato, mientras se les oía conversar y de tanto en tanto, reír. Más se alargaba la visita, más se reían médico y paciente. Hasta que, al fin, regresó Hipócrates y dijo, con estas mismas palabras, mientras se secaba las lágrimas de risa, que no había conocido a hombre más cuerdo en toda su vida.

Demócrito, visto por Coype.

Demócrito vivió un siglo, o un poco más, quizá. Un mal día, amaneció sin la facultad de reír o de reírse de sí mismo. Consciente de ello, se suicidó. No sabemos exactamente cómo, pero no debió de resultar gracioso.

Recordemos a Demócrito como merece. El aburrimiento no es serio y la risa es la mejor respuesta contra fanáticos e idiotas. Prueba de que una ideología no es buena es comprobar que sus seguidores no aciertan a reírse de sí mismos y aceptan muy mal que otros se rían de ellos. En cambio, una mente sana es una mente que tiene la risa a punto. Esto es algo que, con mucha frecuencia, se nos olvida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario