La comunidad política ha de establecerse alrededor de los derechos (y deberes) políticos de las personas (básicamente, sus libertades) y la justicia social (que ha de permitir ejercerlas), en relación con la república (la res publica, lo que es de todos). De esta máxima se deduce que el gobierno ha de basarse en la democracia (por lo general, representativa) y en la separación de poderes, diseñada para impedir que la voluntad de una mayoría no suprima los derechos políticos de las minorías. Lo de siempre, nada nuevo bajo el sol. Lo he resumido, pero creo que ya se ve por dónde voy, por una sociedad abierta a la alteridad.
Si la comunidad política se establece alrededor de la identificación con una creencia, ideología o sentimiento, que suele ser ajena a lo objetivo y se mueve en el terreno de la fe, no en el ámbito de la razón, en el que ha de moverse lo concerniente a la república, si es así, digo, la minoría que no crea, piense o sienta lo que cree, piensa o siente la mayoría está vendida y sus derechos se verán amenazados, y sus personas. Incluso si el gobierno es democrático será así. La república deja de ser de todos para convertirse en un coto privado de los que comparten una fe que no atiende a razones, por definición. Es una sociedad cerrada a la alteridad.
Dicho esto, soy partidario del primer caso, el de una sociedad abierta. A partir de ahí, habrá que ponerse a trabajar para mejorar lo que es de todos y procurar más justicia, libertad y felicidad a las personas, aunque el sistema, ay, nunca será perfecto y la justicia, la libertad y la felicidad nunca sean del todo completas. Pero para eso estamos, para mejorar y progresar, ¿no?
No comprendo, por ser ciencias, los comportamientos que se sustentan en ilusiones, ni en el porvenir de esas ilusiones, ni teorías emocionales que navegan en barcas de caña por el proceloso océano de la sinrazón, donde todo es magia, religiones, esoterismos, enajenamiento y represión intelectual. Creo, amigo Luis, que nos han metido en una barca de caña.
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