Anochece, se encienden las luces de la ciudad.
A principios del siglo XX, París comenzó a darse a conocer como la Ciudad de las Luces. La razón de todo ello iba más allá de la invención de la bombilla eléctrica. Para eso ya estaba Nueva York. Podríamos hablar del Grand Palais, esa gigantesca estructura de cristal, o de esas amplias avenidas diseñadas por Haussmann, tan bien iluminadas de día y de noche, pero no era eso exactamente, o no sólo eso.
París brilla, al caer la noche.
No, no, era una cuestión más cultural, más propia de un modo de vida alegre y despreocupado. Recuerden la Belle Époque, antes de la Gran Guerra. Recuerden el París de los años veinte.
París era entonces una ciudad que ofrecía espectáculos y diversiones a todas horas. Los turistas norteamericanos, especialmente después de la Gran Guerra, elevaron a la categoría de leyenda un París lleno de cafés y bares en los que no valía la Prohibición. París era una fiesta, de Hemingway, es el paradigma de un París mítico y luminoso, legendario, en la que una generación de grandes escritores echó a perder el hígado dándole al vino, al pastís y todo lo que pudiera echarse al coleto.
Hoy París, como la mayoría de las grandes ciudades occidentales, es en verdad luminosa. Pero algo en París, algo inasible, me dice que ilumina más que las demás. Quizá porque alumbre el espíritu, quizá porque sus luces son otras, las del Siglo de las Luces. Quién sabe. Cuando a uno le da por imaginar, imagina cualquier cosa.
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