Hegel, el filósofo de bolsillo, nunca mejor dicho.
Cuentan que Hegel, el gran cantamañanas de la filosofía, era un ferviente revolucionario en sus primeros años de universidad. Se asegura que el día que supo de la Revolución Francesa corrió a plantar un Árbol de la Libertad en Tubinga, junto con Schelling, celebrando lo que creían el inmediato fin del absolutismo, el mismo que, años más adelante, defendería con uñas y dientes.
Pero antes de eso, cuando todavía ejercía de profesor en Jena, se emocionó cuando supo que el emperador Napoleón había vencido a los ejércitos prusianos no lejos de casa. Eso fue en 1806. Corrió a vitorear a los soldados franceses que ocuparon la ciudad. Poco le duró la alegría, porque la soldadesca no estaba para vítores revolucionarios, sino mucho más interesada en pillar lo que se pusiera a tiro. Tuvo que abandonar su casa con lo puesto y refugiarse en casa de un amigo. Lo puesto era apenas un abrigo.
Tres días después pudo regresar a su casa y años después diría a cualquiera que quisiera escuchar sus batallitas que la obra cumbre de la filosofía hegeliana, la Fenomenología del Espíritu, la salvó casi de casualidad, porque la pilló al vuelo y se la metió en el bolsillo en el último momento, al salir de casa. Llegados a este punto, cabe hacer una consideración.
La Fenomenología del Espíritu es una gran obra filosófica, grande, muy grande, no por lo que dice ni porque sea buena, sino por su extensión. Una edición impresa rara vez baja de las ochocientas páginas y el manuscrito, en fin, ya pueden imaginarse cuánto espacio ocuparía. Pero él se la metió en el bolsillo toda entera, recién escrita de pe a pa. Eso dijo siempre.
De la anécdota se deducen varias cosas. Una de ellas, que la razón por la que Hegel luego se puso a venerar al Estado prusiano y defender su absolutismo quizá tenga que ver con el susto que sufrió aquel día, aunque caben muchas dudas sobre esto mismo.
Lo que resulta indudable para cualquier observador es que Hegel tenía los bolsillos muy grandes. Eso no lo puede negar nadie. Se merece, por ello, el título honorario de Filósofo de Bolsillo.
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