Uno pasa la Fiesta Mayor fotografiando, como si uno fuera un intrépido antropólogo rodeado de indígenas, y eso es lo que es. Salvo un detalle, naturalmente, que uno no es antropólogo, ni falta que le hace, ni ganas tiene de serlo, pero todo lo demás, todo, de la cámara fotográfica (una Leica, que conste) a la observación participativa, todo lo demás, decía, ahí está.
Pero uno no es el único y los indígenas de la Blanca Subur sienten una especial predilección a que una cámara de fotos les robe el alma.
A poco que se presente un tipo con un tele de un palmo (y no les digo si es un zoom y se crece), forman las féminas de los coros y danzas del pueblo como si fueran un equipo de fútbol y se dejan hacer. Hacen lo mismo los varones, que para esto no tienen manías. Transcurrido un tiempo, el que tardaban antaño en revelarse los carretes, cuelgan en los escaparates fotografías del grupo, sonrisa al viento, arrebolados todos por el esfuerzo, los calores y el mundanal ruido, imágenes que, tan pronto sonó el clic del disparador, pasaron a ser recuerdos.
Vengan luego las autoridades, que viendo una cámara fotográfica se arriman a la voz de firmes. Es cosa de ver lo tiesos que se ponen todos, en formación, con la vara del alcalde marcando el compás y los urbanos estrenando traje de gala, de veintiún botones. Uno no sabe, a decir verdad, si el policía está donde está para evitar que huyan los políticos o para protegerlos de la general indiferencia que suscitan.
Queda el posado natural de mozas, un clásico. Bajo la atenta mirada de un hereu, posa la pubilla, reclamando el flash para evitar que se formen contraluces. La fotografía es un arte y la fotografía de pubilles, una institución en sí misma y tendría que ser protegida por el gobierno.
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