Pocas veces, prácticamente nunca, hablo en El cuaderno de Luis de los libros que, como vulgarmente suele decirse, me caen de las manos. No vale la pena hablar de un libro que he sido incapaz de terminar. Hoy leo en los periódicos que un reciente estudio sitúa en algo más del 19% la cantidad de libros que se abandonan antes de haber leído la mitad.
Según esta curiosa estadística, los libros que menos se abandonan son las novelas románticas y la novela negra. En ambos géneros sólo se abandonan antes de haber llegado a la mitad del libro algo más del 6% de las lecturas. Eso quiere decir que sus lectores son unos lectores entregados, que se tragan lo que les den. En el lado contrario están los llamados libros de empresa. Aquí, atención, un 73% de los lectores abandona la lectura antes de haber leído siquiera la mitad del libro. Se aduce que esto es así porque son libros de consulta, pero permítanme dudarlo. La gente que compra libros de empresa no suele ser buena lectora y los libros de empresa que han caído en mis manos son... En fin, son bastante malos.
Por lo demás, a todos se nos ha caído un libro de las manos. A mí me sucedió con Crimen y castigo. Once veces, once, intenté leerlo, sin éxito. El abandono, todas esas once veces, fue muy temprano: Raskólnikov todavía no había matado a nadie, imagínense. La duodécima vez, sin embargo, leía obligado por una editora que consideraba insultante que no hubiera leído todavía Crimen y castigo y me obligó a leerlo casi a punta de pistola. Lo leí. Enterito. ¡Qué gran novela!
Es cierto que Dostoyevski me deprime y hasta me pone de mal humor, pero no es menos cierto que es un grandísimo autor. Un genio. Cada una de sus páginas provoca tanta admiración como desasosiego. No puedo decir que me guste Dostoyevski, pero sí que reconozco en él a un maestro de la literatura.
Con Kafka me sucede algo parecido. ¡Mira que he leído a Kafka de joven...! Pues pillé El castillo y, llegado a la página 149, exclamé en voz alta: ¡A la mierda! Acto seguido, hice lo que nunca jamás había hecho: arrojé el libro contra la pared, bien lejos de mí, con un cabreo monumental. Estaba de agrimensores hasta los mismísimos. Luego se me pasó leyendo unos cuentos de Kafka, pero El castillo nunca más he vuelto a tocarlo. Y eso que era bueno.
Supongo que cosas así le pasan a todo el mundo. O eso, o soy un bicho raro. Pero eso ya lo sabíamos, ¿verdad?
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