Seta


Alessandro Baricco escribió Seta en 1995. Anagrama la ha publicado en español (Seda), traducida por los señores González Rovira y Gumpert, pero yo he leído la versión italiana de bolsillo que edita Feltrinelli.

Baricco es un autor polémico. Unos lo consideran literario; otros, un hacedor de best-sellers. Es una polémica que se arrastra hace años en Italia y Seta se ha convertido en la piedra que se arrojan unos contra otros. Quizá escriba best-sellers que se pueden leer bien, qué sé yo. Me dijo una vez una editora que el éxito de estos libros es hacer creer a quien los lee que es más inteligente de lo que es, y eso tiene su mérito. Quizá por eso Hegel ha tenido tanto éxito y Schopenhauer, no tanto.

La historia de Seta es simple, tan simple que Conrad hubiera hecho de ella un cuento magnífico de veinte páginas, no de cien. Hervé Joncour, un personaje que observa la vida en vez de vivirla, dice el autor, está felizmente casado con una mujer bellísima y tiene un oficio extraño: cada año parte hacia Oriente Medio en busca de huevos de gusanos de seda. Una epidemia casi acaba con los gusanos criados en Europa y aledaños y Joncour tiene que partir hacia el Japón, entonces el fin del mundo. Estamos en 1861. Será el primero de cuatro viajes, cuatro años, cuatro episodios de una historia de amor sensual y misteriosa (observen las cursivas, intencionadas). De hecho, Hervé Joncour tendrá que vivir la vida en vez de observarla, al menos una vez. Y no diré más, por no chafar el cuento.

Sobran algunas páginas de Seta en el tercio final. La mayoría, ahora que pienso. A mí me sobra, por ejemplo, la lectura que hace madama Blanche de la segunda carta. No por una cuestión de remilgos, sino por una cuestión de necesidad (era innecesaria) y porque no he sido capaz de creérmela. No diré más, insisto, juzguen ustedes.

Seta utiliza algunos trucos interesantes. Frases sencillas, capítulos brevísimos. Pausas. Así puestos, podría imitar la fábula oriental, pero de vez en cuando asoma el tufo de lo hueco vestido de profundo. La repetición de algunos párrafos con ínfimas variaciones sirve para conseguir el efecto del hombre que cruza medio mundo y no presta ninguna atención al viaje (no lo vive). Pero en algún otro momento del cuento la balanza se inclina peligrosamente hacia el platillo lleno de miel y azúcar y asoma la señora Cursi para darnos los buenos días.

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