
Pero Mónaco le hace olvidar a uno tantos desastres y soñar con la opción de un triunfo.
Es un tópico, pero el Gran Premio de Mónaco es un punto y aparte en el Campeonato. En primer lugar, porque es el circuito con más tradición del Circo, que ya corrían allá por los años veinte. En segundo lugar, porque se da en Mónaco la concentración de ricos, nuevos ricos y horteras con dinero más notable del ancho mundo. Con la excusa de la Fórmula 1, aparecen en el Principado los pendones de media Europa y los fiestorros en los yates o en el Casino son... son... En fin, no se lo pueden ni imaginar. El lujo llega a límites obscenos y el mérito de los pilotos, las estrellas del evento, es poder sentarse al volante de un coche de carreras la mañana siguiente. ¡Qué resacón, Dios mío...! Y con este ruido... ¡Que alguien apague los motores, por favor!
Así, correr en Mónaco no es sólo correr contra un circuito estrecho, retorcido, lleno de guardarraíles, donde, si uno se despista, se come la valla, el llamado Circuito de los Campeones, sino que es luchar contra los elementos y los nueve pecados capitales... ¿Siete? ¿Eran siete? Nada, nada, nueve, que en Mónaco seguro que son más que siete, palabrita de honor, porque hay que verlo.
La carrera en sí fue emocionante. Un Ferrari se comió una valla (Massa), pero el otro luchó por la primera posición (Alonso). La carrera acabó con tres coches en cabeza (Vettel, Alonso y Button, por este orden) pegadísimos entre sí, con probabilidades de victoria para cualquiera de ellos, hasta que, paf, mientras doblaban a una caravana de automóviles rezagados, se montó la de Dios es Cristo y acabaron varios coches contra las vallas. Salió el safety car y las ambulancias, Petrov nos dio un susto a todos (no se hizo nada serio, ¡menos mal!) y así acabaron las cosas, a siete vueltas del final. Mónaco es lo que tiene, que siempre pasa lo que no tenía que pasar.
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