Los que no somos fumboleros hemos pasado semanas de agonía. En todas partes hablaban de la épica sucesión de encuentros entre el Real Madrid y el Barcelona y las declaraciones de un tal Mourinho, que es un histrión con un sentido del humor tan fino que cuesta apreciar a la primera, y de un tal Guardiola, que dicen que una vez leyó un libro de Martí i Pol y que es más soso que el azúcar, las declaraciones de estos dos, decía, han movido ríos de tinta y desolado bosques para fabricar el papel impreso que comentaba tal o cual frase, seguramente profundísima, sobre veintidós tipos en calzoncillos y un señor que sopla el pito.
El balance ha sido desolador: horas y horas y horas... de comentarios fumboleros en radio y televisión, infinitos, inacabables, destrozos en la vía pública y varias docenas de heridos aquí y allá. Lo de siempre, pero cuatro veces seguidas. Un horror.
Mientras tanto, el país se va al carajo y nadie dice ni mu. Cuanto menos, la opinión pública, y quien dice pública, dice publicada. No sé qué pasará en Madrid, aunque me sobran indicios que apuntan a una creciente liberalización de los servicios públicos, pero en Cataluña, rediós, una tropa de neoliberales pompeufabristas neocones están serrando las patas de la res publica: se están cargando la seguridad social (sanidad y servicios sociales públicos y universales), se están cargando el sistema educativo público y de la justicia, mejor no hablar.
A la chita callando, eso sí, que vienen elecciones y no vayan a salir mal. Aquí no se habla de presupuestos hasta después de las elecciones. Que el Barça (financiado en parte por decenas de millones de euros de TV3, por dinero público) se enfrentase cuatro veces seguidas al Real Madrid les ha ido de perilla a esos bergantes para seguir arrasando con todo con o sin permiso del común, que anda idiotizado con el balompié.
Aunque sostengan lo contrario, ya se han cerrado plantas hospitalarias y se han suprimido turnos de quirófano y servicios de urgencia en hospitales públicos. La lista de espera máxima de quince operaciones quirúrgicas ha pasado de seis a ocho meses y se han eliminado tres de esas quince operaciones, que pueden encontrarse con una espera ad aeternum. El objetivo es suprimir este límite máximo, paso a paso.
Hasta la Unión Catalana de Hospitales, la patronal de los hospitales privados, cree que se ha ido demasiado lejos, y sostiene (¡la patronal!) que la actuación del Gobierno perjudicará seriamente la calidad asistencial de los catalanes y que obligará a despedir a miles de trabajadores. Mientras tanto, el conseller del ramo, Boi Ruiz, a. don Baudilio, se negó a comparecer en comisión parlamentaria para explicar el qué, el cómo y el por qué de su salvaje e indiscriminada actuación. ¡Se negó...! Tiene bemoles la cosa.
También se negó a comparecer la licenciada Ortega, otra valerosa consellera, que no quiso explicar a los señores diputados sus planes para echar a la calle a más de dos mil trabajadores de entes y empresas públicas catalanas, un plan del que los señores diputados se enteraron por la prensa, como suele decirse. ¡Otra valiente! ¡Otra desvergüenza!
Estos días también se ha acordado que las escuelas públicas, por ahorrar, den una hora menos de clase al día que los centros privados o concertados. Los pobres, como son burros, no notarán la diferencia, opina el gobierno. Se sospecha que habrá despidos entre el profesorado, pero nadie habla claro. Pero ¿qué es esto?
Un amigo mío, culé de toda la vida, un caso patológico. Pues está indignado. Indignado es poco. Es médico, y se sublevaba contemplando la multitud en Canaletas celebrando el triunfo de su equipo de fútbol. Luego, cuando hay que reclamar por la sanidad, nadie mueve un pelo, exclamó, indignado, furioso.
No le falta razón. Lo que está haciendo el Gobierno de la Generalidad de Cataluña no tiene nombre. Tampoco tiene nombre que los de siempre, ésos que viven del mamoneo (la sociedad civil, los intelectuales, ya me entienden), hagan mucho ruido con manifiestos que reclaman una calle para los hermanos Badia, por poner un ejemplo desconcertante, y no se hayan atrevido a mover un dedo para decir que quizá, es posible, no se tendría que desmantelar la sanidad o la escuela pública, o no tanto, o sólo un poquito.
Tendríamos que tomar la calle. En serio. Aquí no se toca ni la sanidad ni la educación ni la justicia. El Estado está para lo que está, para asegurar la igualdad de oportunidades y para ayudar a los que menos oportunidades tienen, no a los que ya tienen todas las oportunidades del mundo. Lo demás... pamplinas.
Comparto esa irritación de mi amigo y añado, a propósito y por golpear con un martillo, por provocar, que el espectáculo deportivo debe más a Adolf Hitler que a Pierre de Coubertain, que murió justo un año después de las Olimpiadas de Berlín, satisfecha su obra. Prosigo con mis despropósitos añadiendo que la gente es racional, y que incluso hay buena gente (lo sé de buena tinta), pero la masa es una bestia que sólo se mueve por los impulsos del vientre, que dijo aquél, la chusma es un monstruo agitado por emociones primitivas, etcétera, etcétera, y el fútbol es lo que tiene, que es el opio del pueblo, un espectáculo de masas.
Puedo añadir que si vendiéramos a Berlusconi todos los jugadores que pisaban el campo en esos cuatro partidos, acabaríamos con el déficit del sistema público sanitario catalán, y que mi amigo se irrita porque el público prefiere invertir millones y millones en veintitantos tipos en calzoncillos dándole de patadas a un balón que en luchar contra la pobreza y la enfermedad que sufren ellos mismos.
No obstante, me permito ser benévolo. Quizá la gente busca en el balompié el triste consuelo de una alegría colectiva, viendo la que está cayendo. Quizá sea lo único que les queda, y eso es muy triste.
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