Un paseo por los Encantes es una necesidad periódica. Allá se presencia el anunciado fin de las vanidades en forma de despojos y restos de pasadas glorias, trastos y quincallas que narran caídas desde pretéritas alturas. La melancolía se esfuma ante el regateo y el negocio y los restos de la rapiña se exponen, desnudos, a la curiosidad del personal. Pocos, entre tantos cacharros perdidos, alcanzan la gloria de una antigüedad de postín y los más sueñan con una segunda oportunidad, modesta y resultona.
El paseo por los Encantes ha puesto en su sitio mi propia vanidad, que no es poca ni pequeña. Descubrir mis juguetes vendidos como vieja quincallería, sin alcanzar todavía el grado respetabilísimo del adjetivo antiguo es un recordatorio cruel del tiempo pasado y del escaso porvenir. Es, por lo tanto, recomendable.
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