Mónaco es lo que tiene. Es la carrera más singular de la temporada y la que, con el permiso de Monza o Silverstone, tiene más rancio abolengo. Aunque el Circo monta sus carpas en lugares donde la riqueza se manifiesta con obscenidad, en Mónaco esa obscenidad tiene ese aire decadente, tan europeo, tan rancio, que parece de buen vino. Era el contrapunto necesario al espectáculo popular (sí, popular) que era una carrera de automóviles hace algunos años. Era, por así decirle, un escaparate publicitario. Sigue ahí, perdido ese encanto por culpa de los excesos y lujos asiáticos. Es un recuerdo, una tradición. El glamour de las carreras de automóviles tiene su patria natural en las calles de Montecarlo, mientras queda fuera de lugar entre árabes, rusos o chinos, y perdonen ustedes.
Además, es un circuito... Es una mierda de circuito, digámoslo claramente. Estrecho, revirado, incómodo, no permite adelantar y es rara la carrera que acabe sin media docena de automóviles en el taller. ¡Ahí reside todo su encanto! Porque el Gran Premio de Mónaco es imprevisible.
Este año también lo ha sido. Ha llovido, un poco, lo justo. Eso quiere decir que la carrera ha sido una locura. Ahora con esta rueda, ahora con esta otra... Se estrenaban unos neumáticos con la goma muy blanda, hechos para correr mucho en poco tiempo, y sólo faltaba que lloviera para que el cambio de neumáticos fuera la clave de todo. Ricciardo, un Red Bull, perdió su primera posición en un desafortunado cambio y Hamilton, con Mercedes-Benz, se hizo con la victoria. ¿Ferrari? Mal vamos. Cuarto, uno; el otro, fuera durante los primeros compases. Otra temporada en la que pintan bastos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario