Mi sobrinita y ahijada, Andréa, ha aprendido a buscar mi nombre en la agenda telefónica, dar con mi número de teléfono y llamarme a casa, a cualquier hora y porque sí. El primer día me llamó no menos de cinco o seis veces. Hola, ¿qué haces?, decía. Al volverme a llamar, preguntaba: ¿Y ahora qué haces?
Al día siguiente llamó a primerísima hora de la mañana. Me sacó de la cama. ¿Quién llamará a estas horas? Hola, ¿qué haces? A ésa, siguieron varias llamadas, hasta que su madre despertó al oírla hablar a solas en el comedor y descubrió el pastel. Colgó el teléfono, fue directa a la escuela y se acabó el despertar telefónico. Desde ese día, llama recién se despierta. Hola, ¿qué haces? ¿Para qué necesitas un despertador?
No me quejo, pero su padre creyó conveniente decirle que no me llamara tan temprano. Tu tío está durmiendo, le explicó. Y Andréa respondió: No, no está durmiendo, porque siempre que le llamo me contesta, y si estuviera durmiendo, no contestaría. Mi hermano se quedó sin saber qué decir. La lógica del argumento es irreprochable, ¿verdad?
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