Los polacos en Somosierra (I)


En 1808, las cosas se torcieron para los franceses en España y Portugal. Se había sublevado el país, Junot tuvo que rendirse ante las tropas anglo-portuguesas, un cuerpo de ejército fue derrotado en Bailén por el ejército español y Napoleón en persona tuvo que improvisar un ejército a toda prisa y venirse a la Península para poner orden. Iba con prisas, porque el trasiego le pilló en mal momento, justo cuando Austria comenzaba a mostrarse picajosa. Trajo consigo al recién creado Regimiento de Caballería Ligera (Polaco) de la Guardia Imperial, que todavía no se había estrenado en combate. 

Soldado del Regimiento de Caballería Ligera (Polaca) de la Guardia Imperial.
No fueron lanceros hasta 1810.

El regimiento sumaba casi setecientos hombres, todos voluntarios. En su mayoría, procedentes de la nobleza polaca y de buenas familias, que habían rendido honores al Emperador cuando entró en Varsovia (1807) y cuando devolvió algo semejante a la independencia de Polonia creando el Gran Ducado de Varsovia. Hasta que llegaron a España, los polacos sólo habían desfilado (mal, además) y no tenían experiencia de combate de ninguna clase. Cuentan que Napoleón los vio tan verdes que encargó al general Lasalle (una leyenda à la hussarde) que les enseñara cuatro cosas sobre cómo maniobrar en el campo de batalla. Mientras tanto, cabalgaban cerca del Emperador, haciendo las veces de escolta y reforzando a los escuadrones del Regimiento de Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial. 

Napoleón llegó a España y no se andó con chiquitas. Según su costumbre, avanzó deprisa y sin entretenerse por el camino. El ejército español sufrió derrotas apabullantes a manos de los generales franceses y en un pispás Napoleón tuvo Madrid al alcance de la mano. Pero antes tenía que superar un obstáculo: Somosierra.

Recuerdo del general Benito de San Juan en el campo de batalla.

El general Benito de San Juan tenía a sus órdenes 20.000 hombres y 16 piezas de artillería. Tenía que cubrir los accesos de Madrid por el norte. En concreto, los pasos de Guadarrama, Sepúlveda y Somosierra. San Juan tenía un problema, la tropa, una mezcla de reservistas, milicias populares y regimientos regulares, y otro más gordo si cabe, que Napoleón se le echaba encima con 45.000 hombres. Pero contaba con la ventaja del terreno, que convertía cualquiera de los tres pasos en una pesadilla para los atacantes. Guarneció los pasos de Guadarrama y Sepúlveda con infantería y dedicó todos sus cañones y 9.000 hombres a defender el paso de Somosierra, el más próximo al ejército francés.

El 29 de noviembre, los españoles resistieron un ataque de los franceses en Sepúlveda, causándoles numerosas bajas. El general Savary, al mando de una brigada de la Guardia Imperial, tuvo suerte de que se le echara la noche encima y pudiera retirarse bajo su amparo. Pero los españoles que defendían Sepúlveda, unos 3.500, decidieron que con una victoria tenían más que suficiente y se retiraron a Segovia ¡sin avisar a don Benito de San Juan! Abandonaron la posición, tal cual, porque juzgaron que ya la habían defendido bastante. Al día siguiente, los franceses no terminaron de creerse su suerte, pero tardaron en darse cuenta del abandono de la posición.

Mientras tanto, Napoleón decidió abrirse paso por Somosierra ya que no había podido hacerlo por Sepúlveda y lo preparó todo para atacar al día siguiente, el día 30 por la mañana. 

El plan era enviar a la infantería por los flancos (es decir, por la montaña a lado y lado del puerto de montaña), rodear las posiciones de artillería españolas y despejar la carretera. La artillería francesa colaboraría en el ataque y entre unos y otros podrían abrirse paso metódica y ordenadamente. 

Un tipo como éste se acercó a Napoleón...

Justo esa noche comienza la leyenda del regimiento polaco de la Guardia Imperial, cuando un sargento polaco se acerca donde Napoleón, sentado junto a una hoguera, rodeado de todo su séquito, impartiendo las órdenes de costumbre. El sargento polaco hace el gesto de acercarse, pero la escolta (cazadores a caballo de la Guardia Imperial) se lo impide. Seguramente alzarían la voz y llamarían la atención del Emperador, que hizo un gesto para que callaran todos y dejaran pasar al polaco.

El sargento avanzó lentamente con aire chulesco y patizambo, como corresponde a la caballería ligera, y se agachó para recoger un tizón de la hoguera que calentaba a Su Majestad Imperial. Con parsimonia, lentamente, encendió su pipa, echó una calada, dio media vuelta y comenzó a largarse por donde había venido, sin decir una sola palabra. Entonces, uno de los ayudantes de campo de Napoleón, irritado por el gesto, le increpó en voz alta. Lo menos que podrías hacer, desgraciado, es darle las gracias a Su Majestad por haberte dado lumbre, le dijo.

El polaco se giró lenta y teatralmente y con mucha calma, sin dejar de fumar, contempló al oficial, al Emperador, de nuevo al oficial y respondió, señalando a Somosierra: Mañana le daré las gracias tomando esos cañones. Y se marchó, tan chulo como había venido, echándole caladas a su pipa.

Las palabras del sargento polaco fueron premonitorias.

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