Cien años y dos meses después de nacer, mi tía, la última de su generación de Soravilla, nos dejó hace unos días. De ahí mi apresurado y repentino desplazamiento a San Sebastián, una ciudad que guarda algunos recuerdos de mi infancia y de mi familia, lejanos y borrosos, pero siempre presentes. El motivo y el lugar pronosticaban añoranza y melancolía.
Hacía muchos años que no pisaba la ciudad y la última vez que estuve ahí fue un visto y no visto con un propósito semejante. Fue un llegar de madrugada, pasar pocas horas en un hotel, esperando a ver salir el sol, un correr a un cementerio y un regresar de inmediato a Barcelona, aguijonado por la obligación y la necesidad. En el brevísimo tiempo que tuve para mí, descubrí no recordar prácticamente nada de los lugares que había conocido cuando niño y ese desconcierto me ha perseguido todos estos años.
Esta vez, tan pronto pisé la estación del ferrocarril, se abrieron las puertas de mi memoria, de los largos viajes en coche-cama, que no se acababan nunca, de las calles por las que paseábamos la familia y yo, de dónde pasábamos las noches, de dónde íbamos a dar de comer a los patos... Aunque la obligación ha marcado esas horas pasadas en San Sebastián, es verdad que he podido disfrutar de algunas horas para mí y mis recuerdos, aunque, dicho así, suena melodramático, y no lo ha sido. Ha sido, quizá, un descubrimiento.
San Sebastián es una ciudad bellísima, que merece conocerse. Bebe y vive de la cercanía de Francia y ha sido una elegante ciudad de veraneo durante muchísimos años. De ahí el estilo de sus calles y avenidas, de una arquitectura fácilmente reconocible, de ese aire tan particular que tiene la ciudad, en la que no desentonaría tropezar en verano con un señor tocado con un canotier. Se come estupendamente, vaya uno a sumarse a un menú popular, vaya de pinchos por el barrio viejo o se meta en un restaurante de alto copete, que los hay y muy buenos.
La ciudad me recibió con los brazos abiertos y un cielo brillante y luminoso. Un verano delicioso, un calorcito acariciado por una brisa suave, y eso que ya era otoño. No había prisa. Tuve unas horas por delante para explorar cuatro lugares que recordaba de niño (ahora sí, ahora los recordaba) y pasear lenta y despreocupadamente por la Concha. Feliz o más bien tranquilo. Después de un buen comer en un local anónimo y popular (imposible en Barcelona), partí hacia mis obligaciones familiares, reconfortado por la dulce bienvenida.
El día siguiente fue muy propio del lugar y quizá también de la situación. Algo más frío y lluvioso. Esa llovizna que ahora cae, ahora no cae, débil, que hace del País Vasco un lugar verde y fértil, de prados y bosques frondosos, pero también melancólico. San Sebastián no se entiende sin esa pátina gris y el brillo de las calles húmedas, los paraguas y los chubasqueros. Por eso, hay que verla también así. Lejos de entristecerme, la disfruté más todavía, el rato que tuve para mí después de las ceremonias, las despedidas y esperando volver a casa.
Me gustaría mucho volverla a ver, en otras condiciones, que lo merece. Aunque sea por el recuerdo que tengo de ella.
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