Mis amigos y yo llevamos un tiempo observándola. Alta, esbelta, se deja mecer suavemente por la brisa. Aunque, observa uno, se inclina peligrosamente hacia la casa del señor rector. Un día de éstos, el señor rector se llevará un disgusto, augura, pero todos le decimos que no, que si aguantó los temporales de este invierno, ya puede con lo que le echen. Bah, responde, enfurruñado.
Pero, bien mirado, crece torcida, y discutimos sobre la oportunidad de unos tirantes que la sujeten por aquí y por allá. Uno, desde el ayuntamiento. El otro, desde la iglesia, el tercero, no sé. Hablamos por hablar, y dejamos pasar el tiempo, al fresco, viéndola oscilar lenta, lentamente.
Es el ser más viejo del lugar. Hace unos años, en las afueras, el mérito lo tenía un algarrobo con cien, con doscientos veranos a cuestas, quién sabe, aunque yo me hubiera inclinado por una vieja vid de uva moscatel, una planta centenaria cargada de racimos dorados, orgullosa y soberbia, que presidía varias filas de un viñedo con la misma traza que un coronel de granaderos se planta delante de su regimiento. La promoción urbanística se llevó por delante algarrobos y viñedos, y el cemento ocupa el lugar donde antes libaron cabras, dioses y héroes, mi infancia.
Cuenta uno de mis amigos que la trajeron de Elche. Quién, por qué, pregunto. Qué sé yo, me responden. Eso no se pregunta. Cuenta otro que la fotografiaron cuando las Guerras Carlistas, y que la impresión en la placa de vidrio la mostraba bajita y rechoncha. Normal, por la edad, que luego nos estiramos todos, le apuntan. Allá donde la ves, digo yo, ésta ha visto una reina, varios reyes, dos repúblicas, dictaduras, tiranías, las ha visto de todos los colores. Es que tenemos una historia que parece que no se acaba nunca, decimos.
Pues ¿qué queréis que os diga? Yo sigo en mis trece. Cualquier día se despierta el señor rector con la palma por birrete. No, qué va, respondemos, y seguimos contemplándola mientras se mece suavemente, tan linda, tan llena de gracia. La verdad es que crece torcida, insistimos, después de un breve dolce far niente.
Serán cosas de la edad.
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