Vamos a reconstruir la escena y nos trasladamos a Namibia, a un pueblecito del norte del país, a 750 kilómetros de la capital. Es decir, lejos de cualquier parte. En la comisaría del pueblo se llevaron un susto morrocotudo cuando escucharon varias explosiones en las afueras de la aldea. Los policías del destacamento salieron a la calle con prisas, donde coincidieron con los nativos del lugar. Todos miraban al cielo, nadie sabía qué había pasado.
Cinco días después, un nativo llamado... no sé... Pepe, o algo parecido, descubrió un cráter de casi cuatro metros de diámetro. En medio, a un pie de profundidad, había una misteriosa esfera metálica. Pepe salió corriendo, pies para qué os quiero, se plantó en la comisaría, comentó el hallazgo y fue sometido inmediatamente a la prueba de alcoholemia.
Aquel día, por suerte para él, Pepe no había bebido. Así que los policías siguieron a Pepe hasta el cráter misterioso y dieron con la bola de metal que había descrito. Procedía del cielo, sin duda. Pocas horas después, el tranquilo villorio namibio se había convertido en el centro del mundo.
El Gobierno de Namibia solicitó la ayuda de expertos de la NASA y la ESA, que se trasladaron al lugar del suceso mientras los ufólogos y los internautas más imaginativos ya corrían la voz de una invasión extraterrestre. A juzgar por lo que se decía, en cualquier momento iban a salir de la bola unos hombrecillos verdes con tentáculos y ganas de liarla con la Humanidad. Porque, atención, si uno buscaba en las hemerotecas encontraba bolas como ésa en África, Australia y Sudamérica. ¡Qué maldad, la de los marcianos! Por lo visto, llevan tiempo planeando la invasión.
Pero los científicos que llegaron al lugar se acercaron a la bola metálica, le dieron una patada (bong...) y declararon que era segura, que ya no había ningún peligro de explosión. Uno se pregunta a santo de qué tanta familiaridad con un objeto desconocido procedente del espacio. Pero los ingenieros que se desplazaron al lugar vieron la bola y exclamaron: ¡Caramba! ¿Qué hace aquí un depósito de hidracina de treinta y nueve litros?, que es lo que suelen exclamar los ingenieros en estos casos.
Sí, damas y caballeros, no era una avanzadilla extraterrestre, sino uno de los depósitos de combustible de un cohete de tamaño medio, de ésos que lanzan satélites de televisión. Medía treinta y cinco centímetros de diámetro y estaba formado por dos semiesferas soldadas entre sí. Nada del otro jueves. Los ingenieros de la NASA y de la ESA la identificaron sólo con verla.
En cuanto a las bolas semejantes caídas del cielo en el hemisferio sur, los ingenieros espaciales señalaron que muchas rutas de los cohetes no tripulados en su camino hacia su órbita definitiva pasan precisamente por ahí, por África, Australia y Sudamérica. Es normal, pues, que de vez en cuando alguien dé con un pedazo de cohete caído del cielo, y que ese pedazo sea un depósito de combustible se explica porque éstos son especialmente resistentes a la corrosión y el calor.
Así que, amigos míos, tranquilos, que los hombrecillos de verde y con tentáculos todavía no están aquí. Son potencialmente más peligrosos esos hombrecillos endiosados con corbata que aseguran, refugiados en la mediocridad que los envuelve, que no hay otra manera de enfrentarse con la crisis que sacar la tijera y recortar lo que se da a los pobres.
Ahora bien, si es usted vecino de África, Australia o Sudamérica, mejor que salga a la calle con paraguas, no le caiga un bólido artificial encima.
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