Según dos estudios independientes contratados por el Gobierno de España sobre el sector público, vamos por mal camino. En contra de lo que sostienen algunos, el total de empleados públicos por habitante se mantiene moderado si se compara con los países de la zona euro; en Cataluña, este índice se considera bajo. La retribución salarial de estos empleados públicos también se considera baja en toda España; en Cataluña, por debajo de la media española. Así, pues, ¿qué va mal?
Antes de embestir el trapo, señalemos por qué es tan importante la figura del empleado público en general y del funcionario en particular. En primer lugar, porque garantiza el funcionamiento de las instituciones del Estado y de los servicios públicos con independencia del gobierno de la nación; cuando cambie el gobierno, el Estado seguirá funcionando. En segundo lugar, porque el empleado público realiza sus funciones mediante unos procedimientos que garantizan el mismo trato para todo el mundo, y no se somete a los intereses particulares, sino a los intereses del Estado (i.e., de la nación). A esto le llaman burocracia. Por lo tanto, la función pública es una de las garantías que aseguran el Estado de Derecho.
No se rían. Ésa es la teoría. Sabemos que la práctica es más complicada. Así, por ejemplo, la burocracia, que es en principio una cosa buena, se ha torcido de tal manera que ahora es sinónimo de despropósitos. Existen muchos problemas de gestión, de mala gestión, que conviene resolver, y la racionalización de la función pública tendría que ser un objetivo de todos los ciudadanos.
El problema está en los gestores. Esos informes de los que hablaba aseguran que la burocracia en España está desfigurada por los llamados cargos de libre designación, que en argot se llaman digitales, porque son aquéllos que el poder político escoge a dedo, señalando entre sus amigos. Son los famosos cargos políticos: ministros, directores y secretarios generales, miembros de consejos de administración de empresas públicas, gerentes y presidentes de toda clase de instituciones, etc., a los que sumar cargos de confianza (que, por lo general, merecen poca confianza) y asesores (tribu parásita tan numerosa como inútil).
No es un problema que existan cargos políticos; tiene que ser así. El problema es que exista un cargo político cada dos empleados públicos. Uno por dos. Más exactamente, los servidores públicos en España se dividen en tres grupos igualmente numerosos: uno de cada tres es funcionario; uno de cada tres es un empleado público (contrato laboral); uno de cada tres es un cargo político electo o de libre designación (un cargo a dedo), que, a diferencia de los anteriores, no tiene por qué demostrar su capacidad profesional. En Cataluña, el problema es un tanto más agudo, porque el numero de cargos políticos casi alcanza al total de funcionarios y empleados públicos juntos.
Un problema añadido: los cargos políticos son los que cobran un salario más elevado... pero los que sufren menos recortes. Su número se mantiene, su influencia persiste y pagan el pato los de siempre.
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