Las termas y los mártires


Cuentan que hacia el 298 dC, Diocleciano encargó unas termas. Siete años después, se abrieron a los romanos. Trece hectáreas de balneario (casi dieciocho campos de fútbol) forradas de mármoles, cúpulas, enormes fábricas de agua caliente... Una maravilla de la higiene, el ocio y la ingeniería romana. Podía con la mugre de cuatro mil romanos por turno, lo que me parece mucha mugre. Eso sí, también cuentan que murieron unas cuantas docenas de cristianos esclavizados construyendo las termas, y esa muerte les valió la palma del martirio.

Llegaron los bárbaros y cortaron el agua (fue hacia el 537 dC). Las termas de Diocleciano se arruinaron solas, de puro abandono. Mil años después, el papa Pío IV pensó que algún provecho podría sacarse de tanta piedra y encargo a Miquelangelo Buonarroti, que pasaba por ahí, que hiciera alguna cosa con lo que quedaba del monumento. Miquelangelo no se lo pensó dos veces. Aprovechó algunas salas del tepidarium e hizo un apaño: cubrió las paredes de mármol y restauró una de las salas para cerrar el recinto. En un pispás se sacó de la manga la basílica de Santa Maria degli Angeli e dei Martiri (Santa Maria de los Ángeles y los Mártires). ¡Qué genio! Hasta de una chapuza hizo una obra de arte.

En los dos siglos que siguieron, trajeron retablos de San Pedro en Vaticano para decorar las paredes, pues corrió la opinión de que Miquelangelo había construido una iglesia demasiado sobria. En fin, eran tiempos barrocos. También entonces, en 1703, se instaló el reloj (calendario) solar. Servía para determinar la Pascua con los movimientos solar y lunar, aunque los amantes de lo esotérico siempre andan dándole vueltas a lo que no hay.

La basílica está a dos pasos de Termini, la estación central de Roma. Ha sido siempre el primer monumento que he visitado cuando he pasado por la Ciudad, por razones evidentes de proximidad, pero también porque merece la pena echarle un vistazo. Por fuera es un caos de tocho romano; por dentro, una maravilla que asombra tanto por su tamaño como por el equilibrio y la armonía de la arquitectura. Uno se siente pequeñito, pero no aplastado. Participa de la inmensidad del universo y de la modestia debida, pero también del genio de romanos y florentinos.

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