Philosophum non facit barba

Una de las cuestiones que es capaz de quitar el sueño a un estudioso de la historia de la filosofía (véase aquí) es la siguiente: ¿Todos los filósofos clásicos son barbudos?

Lo menos, los griegos. Eso parece a poco que uno busque entre los bustos y las efigies de los antiguos filósofos. Sean retratos fieles o verídicos o imágenes inventadas por el escultor, todos aparecen provistos de una larga barba. ¿Eran realmente barbudos? ¿Todos?

De Diógenes, el cínico, me lo creo, porque era un guarro y seguro que se dejaría crecer la barba toda desordenada, llena de migas. De Sócrates, en parte, también y por lo mismo. Pero ¿los demás? ¿Fueron representados con barba porque la barba los hacía parecer más sabios? Ya saben: uno asocia la barba (esa grandísima barba tipo Santa Claus) con la sabiduría, la vejez (considerada como experiencia y madurez, en un sentido positivo) o la respetabilidad (que una barba impone, caramba). Quizá un filósofo imberbe no fuera respetado. Quién sabe.

En cambio, los romanos tenían un dicho: No por dejarte la barba te convertirás en filósofo. En latín, philosophum non facit barba. Es un dicho que podrían aplicarse muchas personas que conocemos, que no citaré, a las que añadir amigos, familiares y conocidos de todo tipo y de cada uno.

Las imágenes de Cicerón o Séneca nos han llegado con el rostro afeitado, como era tradición en la República y los primeros emperadores. Luego llegaron las barbas, pero no eran esas desordenadas y frondosas barbas grecas, sino barbas más moderadas, como la de Marco Aurelio, también emperador y filósofo a escondidas.

Guardo para mí la impresión de un romano contemplando la efigie de Aristóteles, Platón o Zenón y considerándolo, a la vista de la barba, excéntrico y algo papanatas. Pero es sólo eso, una impresión.