Nuestros ancestros consideraban que un hombre era verdaderamente libre cuando podía dedicarse al estudio de eso que ahora se dice inútil. Es decir, era libre cuando podía dedicar tiempo al cultivo del saber, y de esta agricultura del conocimiento proviene la palabra cultura.
El hombre libre era el que podía dedicarse plenamente al ejercicio de la política, la filosofía, la matemática, la oratoria, la poesía o la música, por poner algunos ejemplos. Sólo un hombre libre podía ser ciudadano, porque sólo un hombre libre podía reflexionar sobre la ciudad y la república sin servidumbres.
En aquellos días, el saber útil, el que sirve para ganarse el jornal, no era considerado noble, porque no era altruista, sino interesado. De ahí vendrá la diferencia, que todavía pervive, entre lo que consideramos un artista y un artesano, y tantas otras discriminaciones tan sutiles entre lo que es y lo que no es cultura. La cultura era lo bello, no lo útil... aunque resultase extremadamente útil, al fin y al cabo. Porque de esas mentes ociosas (ésas capaces de distinguir entre otium et negotium) surgió el derecho o la ciencia, y el placer de las artes.
El mundo da muchas vueltas y el cristianismo por un lado, el poder económico por el otro, y tantos azares de la historia elevaron la categoría social del artesano, del burgués, hasta la ciudadanía. El artesano ya era también responsable de los asuntos de la república. Pero ¡cuidado! Cómo veneraban la cultura.
En tiempos de la Ilustración, la época de oro del pensamiento político, era bien sabido que el hombre más libre era el más culto. Sapere audet, gritaban los ilustrados: ¡Atrévete a saber! ¡Piensa por ti mismo! ¡Aprende, critica, reflexiona! Por alguna razón fue la Enciclopedia el símbolo del Siglo de las Luces, ésas que todavía nos iluminan en estos tiempos tan tenebrosos. La Enciclopedia, la utópica reunión de todo el saber humano, la que querían que fuera accesible a todo el mundo.
Luego pasó lo que pasó, y los nuevos tiempos trajeron el progreso material más acelerado que se ha visto nunca. Lo útil pasó al primer plano, definitivamente, y los dorados frutos del ocio... ahí se quedaron, para hacer bonito. La cultura es apenas un saber ornamental.
Algo de razón tendrían éstos que añoran los tiempos donde se rendía pleitesía a la cultura cuando se toma a Hegel por filósofo, y no por cantamañanas, y cuando los únicos frutos de la política de los siglos XIX y XX han sido el nacionalsocialismo y el comunismo. Lo otros avances de la democracia, como el sufragio universal o la igualdad de derechos y deberes sin discriminación de raza, sexo o religión son frutos tardíos de la Ilustración, no hijos del progreso contemporáneo.
Por eso defiendo el saber ornamental, ése que parece apenas un adorno, pero que, si uno reflexiona sobre ello, resulta tan beneficioso. Defiendo el estudio de las lenguas clásicas, la aplicación en la lectura, la capacidad crítica, el conocimiento de la historia, del arte, de saberes que parecen vanos, pero que son, en realidad, fuentes de las que beben los mejores momentos de la humanidad, luces que nos orientan en un mar agitado y peligroso, lleno de piratas, sirenas y bárbaros.
Excelente entrada, amigo mío.
ResponderEliminarSuscribo cada una de tus palabras.
Un abrazo