Han tenido que pasar muchos años para reconocer que una de las mayores lacras del franquismo en Cataluña no fue la represión de la cultura catalana, fuera lo que fuera eso, sino la explotación del inmigrante, que se manifiesta de la manera más cruda y cruel en el barraquismo. El problema es que quienes explotaban a esos inmigrantes eran ésos que ahora forman parte de la sociedad civil oficial, los apellidos de siempre, que vivían la mar de bien entonces y siguen viviendo ahora la mar de bien.
Resulta desagradable recordar que quienes de verdad padecían la peor represión policial fueran los habitantes de las barracas, y no los pijos de la gauche divine o los cumbayás de las asociaciones de boy scouts. Si no me creen, sumen los años de cárcel, o los muertos y heridos en las acciones policiales de la época. Fueron las huelgas, no las capuchinadas, las que alarmaron al franquismo (y a la burguesía catalana, que venían a ser uña y carne). Mientras unos ejercían de banqueros y creaban fundaciones con el gran capital que tenían tan a mano (Pujol, Carulla, Millet, etc.), los otros se agrupaban en sindicatos clandestinos y luchaban (luchaban de verdad) por derechos tan elementales que su historia pone los pelos de punta. Y luchaban contra el franquismo y contra sus patrones; contra sus patrones (catalanes, recuerdo), por su falta de escrúpulos y su vil abuso de poder; contra el franquismo, por permitir tanta ruindad y no tomar cartas en el asunto.
Oficialmente, el alcalde Maragall acabó con la última barraca de Barcelona mientras la ciudad se maquillaba para los Juegos Olímpicos. ¡Cuánto habíamos cambiado...! Sin embargo, las bases que hicieron posible el barraquismo seguían allí, esperando una mejor ocasión para volver a manifestarse. Esa ocasión es ahora, un ahora que ya tiene unos años. Y los protagonistas son casi los mismos.
Hoy publican los periódicos que cuatro personas han muerto asfixiadas en un incendio de la barraca en la que dormían. Eran tres hombres y una mujer, rumanos, pero ¿a quién le importa? Han muerto a la vista de los grandes rascacielos y edificios de firma y diseño que llenan el distrito 22@ y la zona del Fórum, el gran fiasco de la Barcelona post-moderna, el símbolo de nuestra particular idea de progreso. El suceso es, a su manera, una metáfora, una broma del destino. También, una molestia.
¿Se acuerdan de los pobres a los que retiraron la renta mínima de inserción (RMI)? Fue el señor Colet Petit, secretario general, segundo de a bordo del señor Mena, conseller. Treinta mil pobres de necesidad fueron privados de su única fuente de ingresos. ¿Saben que todavía hoy quedan diez mil expedientes de la RMI por resolver? Fue en agosto del año pasado. Pero ¿a quién le importa?
Las asociaciones que trabajan para intentar suavizar la miseria en la que viven muchos catalanes denuncian, y llevan años denunciando, que la cifra de pobres en Cataluña es escandalosa, no disminuye, sino que aumenta, que la bonanza económica enriqueció a pocos, pero se llevó por delante a muchos, y que la crisis que los primeros causaron les ha enriquecido todavía más, mientras los pobres son más, y más pobres todavía. Se habla de medio millón de catalanes por debajo del umbral de la pobreza, quizá sean más, hay quien habla de un millón... pero ¿a quién le importa?
Los recortes no afectan a las grandes fortunas, sólo a la gente de a pie, pero muy especialmente, muy gravosamente, a los que menos tienen, a los pensionistas, a los enfermos, a los más pobres. Eso sí, el Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña está preparando el terreno a la sanidad privada, que pocos podrán permitirse. Pero ¿a quién le importa?
Olvidado el episodio olímpico, las aguas volvieron a su cauce. Hoy, el Ayuntamiento de Barcelona tiene censados a mil habitantes de barracas en la ciudad; unos 460 gitanos portugueses, 400 negros de origen africano y 190 rumanos, que viven, qué casualidad, cerca de donde antes hubo barrios de barracas, tocando al Somorrostro. Hay que sumar unos cientos más que (mal)viven en naves industriales abandonadas, o edificios por derruir. Eso sí, ante la evidencia de los muertos, que son cuatro, y cuatro se dice pronto, sale un responsable municipal y declara delante de la prensa que no hay por qué preocuparse (sic), porque el ayuntamiento tiene un plan para solucionar este problema. ¿Un plan? ¿Qué plan? ¿Un plan rataplán? ¿O quizá un plan de verdad, con cara y ojos? Nadie conoce ese plan, yo creo que no existe, simplemente, y ojalá me equivoque, pero ¿a quién le importa?
La verdad, no le importa a nadie, ni menos a los que mandan, que prefieren seguir mirando hacia otra parte. Es más importante discutir sobre banderas, porque no saben vivir sin ellas, sustento y excusa de sus desmanes; antes vivían abrazando la gallina, y ahora, la cuatribarrada, y son los mismos. Y nosotros, dándoles la razón y fíjate, tú, qué malos que son en Madrid.
¡Cuánta razón tienes, amigo Luis! Mientras haya una bandera catalana en la que envolverse - si es estelada, se alcanza el éxtasis -, ¿a quién le importa lo demás? Respecto a la burguesía, su adoración por el régimen franquista y su "lucha" por la dmeocracia, si no lo has leído ya, te recomiendo el libro Els catalans de Franco, de Ignasi Riera.
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