Si yo estuviera en su lugar y él, en el mío


El general Johnston, retirado a la vida civil.

Uno de los militares de más renombre de la Guerra Civil de los EE.UU. es el general Joseph E. Johnston. Como tantos otros, se formó en West Point y obtuvo en esa academia, aparte del grado, el título de ingeniero civil. Cuando estalló la guerra, era general de brigada y el jefe del Servicio de Intendencia del ejército de los EE.UU. Fue el oficial de más alto rango del ejército de los EE.UU. que se pasó a la Confederación. 

Su carrera en la Confederación viene marcada por dos circunstancias. La primera, su mala relación con el presidente confederado, Jefferson Davis. La segunda, que en su currículum no se cuentan grandes victorias, pero sí muchas retiradas, y eso provoca una mala impresión. Lo cierto es que era mucho mejor general de lo que puede parecer a simple vista, que mejor era no tenerlo enfrente, porque era un hueso muy duro de roer. Su historial se explica, en parte, porque le tocó siempre bailar con la más fea. 

En la campaña de Georgia, en 1864, el presidente Davis lo sustituyó por el general Hood, que era más de su agrado. El general Sherman, al mando del ejército enemigo, exclamó en voz alta que Davis acababa de otorgar la victoria a la Unión, y sus palabras no tardaron en convertirse en realidad.

Una imagen idealizada de la entrevista entre Sherman y Johnston, el 26 de abril de 1865.

En 1865, el general Johnston se rindió al general Sherman en Bennett Place, en Carolina del Norte, sólo después de ser informado de la rendición del general Lee en Appomatox. Con él se rindió lo que quedaba del Ejército de Tennessee y las fuerzas confederadas en Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia y Florida, que sumaban casi 90.000 hombres. Fue la mayor rendición de la guerra. Al presidente Davis le dio un soponcio y acusó a Johnston de traición, sin atender a razones.

Las negociaciones que llevaron a la rendición de estos ejércitos en abril de 1865 iniciaron una insólita amistad. El general Sherman, de la Unión, y el general Johnston, de la Confederación, se convirtieron en grandes amigos. Contribuyó que el general Sherman licenciara a todos los soldados del Sur dándoles raciones para diez días y repartiendo los caballos y las mulas del ejército entre ellos para que pudieran labrar sus tierras cuando llegaran a sus casas. También distribuyó alimentos entre la población civil. Johnston, que no esperaba algo así del ferocísimo Sherman, le dijo que su actitud (cito) le había reconciliado con la vida, que creía desafortunada y triste, y se había alegrado de haberle podido conocer.

Sherman, a la izquierda.
Johnston, a la derecha.
Feroces enemigos y luego, amigos incondicionales.

Siguieron escribiéndose a menudo y se vieron con frecuencia después de la guerra. Sus encuentros eran cordiales y el respeto que sentían uno por el otro sólo se da entre las grandes personas y los mejores amigos. Nadie podía hablar mal de Sherman en presencia de Johnston sin que éste saltara en defensa de su amigo, y viceversa.

Sherman murió y fue enterrado con todos los honores, el 19 de febrero de 1891, en Nueva York. El general Johnston ocupó un lugar de honor entre los portadores del féretro. Era ya un hombre anciano. Llovía, hacía frío, pero él insistía en mantenerse con la cabeza descubierta, en honor a su amigo. Alguien le pidió que se cubriera, no fuera a coger un catarro, pero el general Johnston, airado, respondió, señalando al féretro: Si yo estuviera en su lugar y él, en el mío, señor, tampoco se cubriría

Ocurrió lo que tenía que ocurrir: pilló un catarro. Del catarro a la pneumonía, un paso. Murió el 21 de marzo de ese mismo año, un mes después.

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