No negaré una cierta obsesión por la capilla Contarelli, de la iglesia de San Luigi dei Francesi. Es la iglesia nacional de Francia en Roma, gobernada por el cabildo de San Luis, una orden sacerdotal y conventual como tantas otras. Es casualidad y fortuna que San Luis, rey de Francia, sea mi santo patrón, y no ese otro Luis Gonzaga, que pasó veinticinco años encerrado en una cueva para ganarse el cielo. En cierto modo, como si el destino se burlara de mí, o me hiciera un guiño, San Luigi dei Francesi es mi iglesia en Roma.
La iglesia como tal no tiene nada del otro jueves, comparándose con las iglesias romanas de su tamaño. Tardó mucho más tiempo en construirse, es cierto, casi ochenta años. Las obras avanzaron mucho gracias a Catalina de Médicis (la mala de La reina Margot, de Dumas), que se alojó en el palacio Medici mientras estuvo en Roma y pagó en oro contante y sonante para que acabaran las obras. La iglesia la acabó Giacomo della Porta a finales del siglo XVI. La estancia de Catalina de Médicis en el palacio de su familia hizo que éste fuera conocido de ahí en adelante como palazzo Madama. Fíjense, está a dos pasos de San Luis. El palacio, hoy senado italiano, fue sede de las embajadas de Francia y el Gran Ducado de Toscana, y ambas las representaba el cardenal Francesco Maria del Monte (Monti) y Borbón, también diputado de la Fábrica de San Pedro (la institución encargada de la construcción y mantenimiento de las iglesias en Roma). Ojo al dato.
Tal se entra, la quinta capilla de la izquierda, al fondo, es la capilla Contarelli. El cardenal Contarelli (italianización de Cointrel, un apellido francés) era un tipo aprovechado, pinta y poco escrupuloso. Se hizo de oro administrando el Tesoro de la Iglesia y viendo cercano el fin de sus días intentó aliviar su estancia en el Purgatorio sobornando a su patrón, San Mateo. Quiso dedicarle una capilla de la iglesia de San Luis decorándola con frescos narrando la vida y milagros del evangelista, y otorgando una renta anual de cien monedas de oro al cabildo de San Luis para que se hiciera una misa diaria por su alma en esa misma capilla. Pero, atención, conociendo la ralea, la estupidez y la avaricia de los Cointrel, el cardenal dijo que nadie vería un duro de su herencia hasta que la capilla estuviera terminada y a punto para el culto. Dejó como albacea de su fortuna a la única persona honrada que había conocido en vida, Virgilio Crescenzi, y le ordenó administrar su fortuna y decorar la capilla según sus instrucciones. Luego, se murió, oportunamente.
Veinticinco años más tarde, la capilla estaba por hacer. En 1593, Giuseppe Cesari pintó los frescos del techo de la capilla. Seguramente le echó una mano un joven aprendiz milanés, de Caravaggio, recién llegado a Roma, de carácter sanguíneo y belicoso, que no tardó en enfrentarse al maestro. Cesari abandonó el trabajo para pintar para el papa, que le había nombrado caballero de Arpino y le ofrecía contratos mucho más interesantes. El cabildo de San Luis comenzó una serie inacabable de pleitos contra los Crescenzi: tanto los curas como los parientes del cardenal Contarelli querían la pasta y acabar la capilla de cualquier manera. Se montó un follón de mil diablos y la capilla, mientras tanto, seguía tapiada y cubierta de andamios. Se echaba encima el jubileo de 1600 y los peregrinos iban a hacerle el feo a San Luis si no se ponía pronto remedio al asunto. Eso era arriesgarse a perder mucho dinero. Mientras tanto, el alma del cardenal andaba por el Purgatorio sin el consuelo de la capilla, pobrecita, pero ¿quién pensaba en ella?
En 1597, el papa, aconsejado por el cardenal del Monte (amigo de los Crescenzi) decidió que las obras de la capilla Contarelli fueran competencia de la Fábrica de San Pedro. El cardenal del Monte se las apañó para que el caballero de Arpino renunciara al encargo de pintar la capilla. Luego recomendó a un pintor de veintisiete años que alojaba en su palacio, que había pintado para él, para los Maffei, los Giustiniani y los Crescenzi, pero que nunca había expuesto sus obras al público. Ese pintor era un tal Miquelangelo Merisi, de Caravaggio.
La iglesia como tal no tiene nada del otro jueves, comparándose con las iglesias romanas de su tamaño. Tardó mucho más tiempo en construirse, es cierto, casi ochenta años. Las obras avanzaron mucho gracias a Catalina de Médicis (la mala de La reina Margot, de Dumas), que se alojó en el palacio Medici mientras estuvo en Roma y pagó en oro contante y sonante para que acabaran las obras. La iglesia la acabó Giacomo della Porta a finales del siglo XVI. La estancia de Catalina de Médicis en el palacio de su familia hizo que éste fuera conocido de ahí en adelante como palazzo Madama. Fíjense, está a dos pasos de San Luis. El palacio, hoy senado italiano, fue sede de las embajadas de Francia y el Gran Ducado de Toscana, y ambas las representaba el cardenal Francesco Maria del Monte (Monti) y Borbón, también diputado de la Fábrica de San Pedro (la institución encargada de la construcción y mantenimiento de las iglesias en Roma). Ojo al dato.
Tal se entra, la quinta capilla de la izquierda, al fondo, es la capilla Contarelli. El cardenal Contarelli (italianización de Cointrel, un apellido francés) era un tipo aprovechado, pinta y poco escrupuloso. Se hizo de oro administrando el Tesoro de la Iglesia y viendo cercano el fin de sus días intentó aliviar su estancia en el Purgatorio sobornando a su patrón, San Mateo. Quiso dedicarle una capilla de la iglesia de San Luis decorándola con frescos narrando la vida y milagros del evangelista, y otorgando una renta anual de cien monedas de oro al cabildo de San Luis para que se hiciera una misa diaria por su alma en esa misma capilla. Pero, atención, conociendo la ralea, la estupidez y la avaricia de los Cointrel, el cardenal dijo que nadie vería un duro de su herencia hasta que la capilla estuviera terminada y a punto para el culto. Dejó como albacea de su fortuna a la única persona honrada que había conocido en vida, Virgilio Crescenzi, y le ordenó administrar su fortuna y decorar la capilla según sus instrucciones. Luego, se murió, oportunamente.
Veinticinco años más tarde, la capilla estaba por hacer. En 1593, Giuseppe Cesari pintó los frescos del techo de la capilla. Seguramente le echó una mano un joven aprendiz milanés, de Caravaggio, recién llegado a Roma, de carácter sanguíneo y belicoso, que no tardó en enfrentarse al maestro. Cesari abandonó el trabajo para pintar para el papa, que le había nombrado caballero de Arpino y le ofrecía contratos mucho más interesantes. El cabildo de San Luis comenzó una serie inacabable de pleitos contra los Crescenzi: tanto los curas como los parientes del cardenal Contarelli querían la pasta y acabar la capilla de cualquier manera. Se montó un follón de mil diablos y la capilla, mientras tanto, seguía tapiada y cubierta de andamios. Se echaba encima el jubileo de 1600 y los peregrinos iban a hacerle el feo a San Luis si no se ponía pronto remedio al asunto. Eso era arriesgarse a perder mucho dinero. Mientras tanto, el alma del cardenal andaba por el Purgatorio sin el consuelo de la capilla, pobrecita, pero ¿quién pensaba en ella?
En 1597, el papa, aconsejado por el cardenal del Monte (amigo de los Crescenzi) decidió que las obras de la capilla Contarelli fueran competencia de la Fábrica de San Pedro. El cardenal del Monte se las apañó para que el caballero de Arpino renunciara al encargo de pintar la capilla. Luego recomendó a un pintor de veintisiete años que alojaba en su palacio, que había pintado para él, para los Maffei, los Giustiniani y los Crescenzi, pero que nunca había expuesto sus obras al público. Ese pintor era un tal Miquelangelo Merisi, de Caravaggio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario