Lincoln es una gran película. Unos actores que se salen, una dirección impecable, una ambientación magnífica y un buen guión. Fue nominada a 12 Oscar y se llevó sólo dos, al mejor actor (Daniel Day-Lewis) y a la mejor dirección artística; también fue nominada a siete Globos de Oro, pero ganó solamente el de mejor actor. La crítica la dejó por las nubes y la recaudación fue magnífica. Spielberg, una vez más, cumplió de rey Midas.
Relata los últimos meses del mandato del presidente Lincoln y se centra en la aprobación en la Cámara de Representantes de la 13.ª Enmienda a la Constitución de los EE.UU., la que declara abolida la esclavitud.
Aunque la parte histórica es apasionante, y lo es, de verdad que lo es, el drama es otro. Se plantean temas de mucha enjundia: la ley, la democracia, los derechos del hombre, qué medios justifican qué fines... Nada hay más grande ni más honorable que la política, sabiendo qué es y qué significa. Por eso mismo es tan repugnante ver qué hacen con ella, en qué la han convertido. En ese sentido, Lincoln emociona, qué quieren que les diga, y uno siente una tremenda, tremenda, tremenda envidia de los americanos, que en esto nos pasan la mano por la cara, en hacer buenas películas y en tener muy claro qué es o debería ser la política y la democracia.
¿Que luego les va como les va? Bueno, pero eso no niega la premisa.
El problema de Lincoln, que no es menor, es ponerse a ver las noticias por televisión poco después. La talla de los enanos que tenemos de políticos deprime absolutamente.
Así que, señoras, caballeros, compren o alquilen el vídeo, vean la película, disfruten un rato del drama (que da para mucho) y luego no pongan la televisión. Al menos, hasta el día siguiente.
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