Hace ya tiempo que me pedían que diera el paso, pero me resistía a darlo.
Tienes que abrir una cuenta en Twitter, me decían. ¿Para qué c... quiero yo una cuenta de tuiter?, respondía, un tanto mosca. No se dice tuiter, sino Twitter, me corregían. Bah, se diga como se diga, el tuiter es una gilipollez, sentenciaba, para zanjar la cuestión.
Sigo pensando que Twitter es a la inteligencia lo que el PowerPoint a la oratoria, un estupefaciente que arruina la capacidad de pensar. Pero da igual lo que yo piense, porque sucede que todo el mundo quiere que yo tenga una cuenta en Twitter: mis amigos y conocidos, las empresas que ofrecen trabajo, mi agente editorial y muchos otros. Por lo que dicen, si uno no anda tuiteando por esos mundos del buen Dios, no es nadie. Twitteando, perdón. Aunque en catalán dicen piulant (piando), lo que me gusta más.
He cedido y me he rendido. ¡Qué amarga es la derrota! ¡Qué triste! Ahora tengo una cuenta en Twitter, porque a la gente le da pereza leer, meditar y criticar. Si quieres que te vean, tuitea. Y yo respondo pío pío, por si alguno me ve.
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