Es un suceso histórico, algo inaudito. No se había dado en la Edad Moderna y hemos tenido que dejar atrás la Edad Contemporánea para ver cómo renuncia un Obispo de Roma y se retira a un convento. El Santo Padre que ha dejado de serlo dice que no tiene fuerzas para seguir adelante. Considera que los agitados tiempos que corren precisan una mano firme y un ánimo fuerte en el Trono de San Pedro y él, ay, es hombre de carne débil y edad avanzada.
Hay que ser muy valiente para reconocer que uno se ha vuelto pusilánime. Me remito al diccionario para decir que pusilánime es Falto de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para intentar cosas grandes, y grande es la Santa Madre Iglesia. Grandes son también los males que se han enquistado en Roma, la corrupción moral y económica y la subterránea lucha por lo que es del César, echando a un lado lo que es de Dios. Quizá, y sólo quizá, el gesto ha sido un martillazo contra esta maldad, que sólo el tiempo dirá si ha servido para algo.
Alguno se sorprenderá, pero el adiós del Santo Padre me llenó de nostalgia. No comparto mucho de lo que ha dicho o ha hecho, incluso me opongo, si me preguntan, pero no se trata de eso. He visto a un ancianito que se despide del mundo, reconociendo que ya no puede enfrentarse a él, para vivir lo poco que le queda en silencio y apaciblemente. Mientras tanto, no sé qué será de mí, y quizá eso sea todo.
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